Ayacucho 2024



I



Allá por la primavera de 2024, Hernanjo dijo:
- Papá: me voy al campo a tomar posesión de Las Tropas.
- Pero ¿cómo? ¿estás loco? La ruta 6 se ha convertido en una barrera infranqueable; está permanentemente custodiada por la Guardia Bonaerense, y esa gente es terrible, implacable.
- Tampoco podemos rendirnos así nomás y regalar, por chica que sea, esa porción de tierra.
- Vos sabés tan bien como yo que la única manera de recuperarla es viviendo allí y bancándose el asedio de los contratistas y de las partidas de seguridad que buscan apropiarse de estanzuelas vulnerables, como la nuestra; sólo los grandes propietarios -básicamente las corporaciones- son las que pueden mantener mucho personal de vigilancia. Desde que empezaron los conflictos por las secesiones regionales se ha vuelto inviable la explotación de las chacras.
- Tengo 25 años y suficientes motivos (familiares, laborales, económicos, históricos...) para no abandonar ese lugar, sin al menos dar pelea. Estoy soltero y tengo el físico de un rugbier que, además, se mantiene en estado. Te diría que hasta me divierte el desafío...
- ... a mí, nada. Me gusta que te intereses por Las Tropas y que pelees por lo que querés. Pero no, no me divierte ni me hace gracia... ¿Cómo pensás llegar? Mirá que ya no es como antes, que agarrabas el auto o te tomabas un bondi. Esas rutas se han convertido en territorio liberado y el tránsito de pasajeros se hace exclusivamente en tren, que pasan poco por Fulton. Allí solamente podés ir en uno de esos cargueros con furgón para pasajeros. Pero no te van a dejar subir, porque están muy estrictos con esto del estado de sitio.
- Yo pensaba irme de mañana al Mercado de Hacienda de San Vicente y salir desde allí con los arrieros hasta Brandsen, a caballo. No creo que haya problemas para subirme al tren en esa estación. Los controles estrictos están en Constitución.
- Sí, tenés razón. Tal vez tengas suerte. ¿Le dijiste a tu madre? Se va a volver loca...
- No, todavía no; pero es una decisión tomada.
- Cuando pensás salir.
- Mañana mismo.
- ¿Mañana? Bueno, pero te ruego que me escribas en cuanto puedas para saber de tu viaje y, una vez allá, que lo hagas cada vez que consultes tu correo en Fulton, Tandil o Ayacucho.
- Obviamente, contá con éso.
- Creo que están construyendo una muralla a lo largo de la 6, desde Cañuelas hasta Echeverry. Con el argumento de la seguridad metropolitana facilitaron el camino de las corporaciones que quieren apropiarse de la campaña. Una nueva conquista del desierto. Cuando yo era chico, la gente ya dejaba la dura vida rural por el bienestar de los pueblos y, desde ahí, marchaba al exitante frenesí de las ciudades. Con la desactivación de los ramales ferroviarios, muchos pueblos y caseríos se fueron apagando y, en algunos casos, hasta muriendo. Hoy el campo es cancha libre para la acción de las bandas. Algunas, de forajidos que saquean y asedian cual piratas del asfalto; otras son las propias milicias, que trabajan para las corporaciones privadas o públicas, las que protegen tierras fiscales, que se constituyen en dueños de la comarca, verdaderos caciques.
- Bueno, pero en nuestra zona de influencia somos muchos parientes y tenemos vecinos son centenarios: contamos con redes de contención.
- Todo ha cambiado tanto. Andá a saber si los más cercanos a nosotros no están trabajando para algún contratista, aunque más no sea a cambio de protección.
- Visto así sólo queda resignarse...
- No, tenés razón; pero dejame advertirte. Yo sé bien lo que te estoy diciendo. Continuamente me entero de alguna historia de éstas. El otro día fuí a ver a Horacio Rodríguez Larreta a Sophia y me contó que a uno de los peones de Santa Sergia lo mataron camino del pueblo.
- ¡Qué se yo, viejo! Andá a saber...
- Pero soy optimista y, fundamentalmente, creo en vos.



II


Epistolario


Querido viejo,


Llegar a San Vicente fue más fácil de lo que esperaba. Salir de casa a las cuatro de la mañana y caminar por Uruguay hasta el Ramal a Tigre fue lo más duro; especialmente en el tramo industrial y comercial, en donde reinaban el silencio y la oscuridad.


Aproveché la caminata para rezar un Rosario y encomendar el viaje. Una vez ahí, me subí al charter sin que nadie me pregunte nada; quizás porque me tocó subir junto con otros dos, que me legitimaron de hecho como si trabajara en el Mercado de Hacienda. Todos iban muy callados, dormidos. Yo no pude pegar un ojo durante la hora que duró el viaje.


Apenas llegamos, bajé y simulé marchar decididamente en una dirección. Después, busqué los corrales ya que sabía que me encontraría con más de un amigo. Ellos me señalaron la mejor forma de cruzar la ruta 6 La clave era un grupo de arrieros conocidos que van y vienen todos los días desde Brandsen, a caballo. Uno de los más jovenes se subió en ancas de otro para liberarme un alazán brioso, de buen andar.


Gracias a Dios no le hice caso a mamá y me llevé un bolsito chico con un par de mudas, que pude cargar al hombro en una mochila sin llamar la atención de los agentes del puesto de vigilancia. Ibamos cantando alegremente unas chacareras, cuando nos paró una patrulla, a muy pocos kilómetros de llegar al pueblo, pero el Taita los mandó a freir churros: "¡Somos gente de trabajo!", les gritó, sin detenerse siquiera.


Ahora te estoy escribiendo desde el locutorio de la estación, esperando el convoy de las once. Contale a mamá que estoy bien, que lo peor ya pasó sin más y mandale un beso de mi parte.


Hernanjo








Querido hijo,


Me alegra que todo esté yendo bien. No te voy a negar que me genera alguna tensión todos estos riesgos que estás asumiendo, pero tengo claro que uno debe aprender a aceptar las decisiones de ustedes, que ya están grandes, como si fueran propias.


Tu madre se preocupó mucho al principio, pero después se distrajo cocinando para una semana. No tenemos otra opción que confiar en Dios.


Mamá te manda un beso grande y ruega que te cuides.


Te quiere mucho, Papá.








Querido viejo,


Acabo de llegar a Fulton.


¡No te podés imaginar lo que fue el viaje! Una vez arriba, ví a un señor con una guitarra y a un anciano enfrente suyo, que cantaban, y me senté con ellos. Cantaban cosas del anciano, que era un tal Miguel Cantilo; estoy seguro de que era uno a quien vos solías escuchar en el auto.


Al rato de estar escuchándolos y de haber cruzado algunas palabras, Cantilo dijo: "cantale el Exodo de la Ciudad", un rock de los 70, ¡espectacular! siguieron con "Bajaste del Norte" y "Cachito", de León Gieco, "Los Olímpicos", de Jaime Roos; "P'al que se va", de José Larralde, y otras que no identifiqué.


Parece que Cantilo venía de Paris a donde había ido a morir -como César Vallejo, según explicó- pero tras diez años de permanecer sin alteraciones de salud tuvo que volverse. Una vez en Buenos Aires, convenció al que lo acompañaba, que era uno de sus hijos, a retirarse a una chacrita que consiguieron en General Madariaga, relativamente cerca del mar. Así, el viaje se hizo fácil e interesante.


Una vez en Fulton, saludé a García. Arreglé que me voy a quedar a dormir y arrancar mañana para Las Tropas. Insiste en que haga un camino largo, pero seguro. Que no tome por el acceso, que va por lindando de las vías, sino que salga para el lado de Don Emilio, el boulevard de la Cerrillada y cruzar la mítica ruta 74 al galope, para encarar a Las Cruces campo a traviesa desde Tandileofú, por el monte.


Me facilitó un tordillo redomón y unas pilchas a muy buen precio. Le dije que volvría para hacer compras y jugar paleta una o dos veces a la semana. Dice que la cancha nueva, que es cerrada, está bárbara. Aprovecharé estas visitas para escribirles.


Despreocupate, que pasaré a rezar un rato por la Capilla, y le voy a llevar la ropa a las monjitas de la enfermería.


Con un gran abrazo, Hernanjo




III


Hernanjo agarró el caballo en el corral del nochero, lo ensilló y lo saltó ahí nomás. Abrió la tranquera desde arriba y salió al tranco. La mañana sólo era un resplandor en el horizonte, que facilitaba una salida sigilosa. Encaró para el acceso, pero enseguida dobló para el sudeste, a la izquierda.


Se acordaba irónicamente del Adagio de Alfredo Zitarrosa ("en mi país, que tibieza cuando empieza amanecer") porque esa es la hora más fría del día; la salida del sol suele estar acompañada de una brisa gélida, que pela los puños que agarran las riendas y el rebenque.


Algunas ventanas dejaban ver unas luces aisladas que evidenciaban la existencia de madrugadores. Fulton debe sumar unas 300 almas. Pero en la estación, que entre otras cosas hace de hotel, no había señales de vida luego de su salida.


A esa hora, los aromas no piden permiso. La vegetación respira a pulmón batiente y entra por la nariz hasta calar en lo más profundo del corazón. Pudiera ser el frío o algo, pero se le resbaló una lágrima.


Hacía un par de años que soñaba con volver a ese lugar del que había disfrutado tanto de adolescente, y al que había asistido en la construcción. Los desvelos pampeanos se reiteraban a medida que caía en la cuenta de que ya no volvería, al menos como propietario.


El tranco se volvió un trote corto. Pasó el puente del arroyo Las Chilcas y emprendió un galopito. El viento lo peinaba de derecha a izquierda, y él lo sintió como una liberación. En cuanto vio el boulevard de eucaliptus, se metió campo adentro por un alambrado caído y lo recorrió al paso en dirección a la Cerrillada.


Los primeros rayos del sol hacían resplandecer un pequeño monolíto, como de mármol blanco. Tuvo que desviarse; se bajó y pudo leer: "Acá el célebre domador Tucuta Schang jineteó a Tiburón". Siguió su camino. No obstante procuró imaginarse la escena. El vuelo de una perdíz, bajo y ruidoso, lo sobresaltó. Pensó que quizás estaba demasiado nervioso.


Ingresó en el monte de Cerrillada. Esquivó los caminos y las casas, que seguramente estarían ocupadas... por parientes, amigos o enemigos. También procuró no andar por la escandalosa hojarasca. Escuchó algunos ruidos y artificios diferentes de la naturaleza, quizás metálicos o mecánicos, que le despertaron algún temor. Por eso a la altura de la pirca decidió salirse a campo abierto y aprovechar la ondulación del terreno, que no es mucha; su caballo y sus oscuros ropajes lo ayudarían a mimetizarse con las sombras.


Hay que estar cerca de los pajonales para escuchar su meneo. Pero a Hernanjo, que navegaba sobre ellos, le parecía que sonaban como latigazos. Sin embargo, pudo seguir su marcha sin que llegara a producirse ninguna situación que justificara su miedo.


A unos 500 metros volvió a la arboleda, que ahora era avenida y se dispuso a cruzar la célebre ruta 74. Se aproximó lentamente, ató el caballo a una rama y avanzó agazapado hasta el antiguo guardaganado. Oteó a izquierda y derecha, sin advertir ningún rastro de presencia humana. Volvió a montar. Tomó carrera, saltó el guardaganados, disparó sobre el asfalto y volvió a brincar sobre una vencida tranquera de alambrado al otro lado del camino.


En el momento en que se acomodaba en su recado, notó movimientos adelante a la derecha. Se bajó despacito sobre su lado izquierdo, como manda la tradición y recomendaba la prudencia, y trató de observar entre los cardos. Desde abajo no se veía nada.


Avanzó con el caballo a tiro, cabeceando para encontrar alguna evidencia, pero a los 500 metros desistió y volvió a subir. No se veía nada. Anduvo, primero, al paso; luego trotó y finalmente, se animó con un galope cortón. Hasta que volvió a ver las cabecitas moverse a su derecha. El movimiento le impedía observar con precisión, así que fue frenando hasta detenerse. El corazón le estallaba. Ahora sabía que no era sugestión. Es cierto que los movimientos no eran cercanos y que él no podía asegurar bien cuántos ni quienes eran. Tampoco precisar si lo había visto.


Paró y desmontó. Le daba bronca porque le faltaba poco para cruzar el camino de tierra que cruza el camino de tierra, que hacia la derecha se convierte en el acceso a Fulton. El debía traspasarlo, ingresar en Tandileofú y disparar hasta el monte, donde debía perderse hasta improvisar el mejor camino que lo llevara a su meta.


No podía esperar más. Todavía era temprano y había que evitar toda clase de presencia humana. No habían trasncurrido dos horas de marcha. Saltó ágilmente y disparó para el boulevard, desatendiendo las más estrictas normas de la vida rural que desrecomiendan correr entre los árboles puesto que cualquier rama puede provocar un tropezón.


A la derecha, el cardal y los pajonales seguían interfiriendo la observación. El camino iba girando en esa dirección. Encaró la centenaria y distinguida entrada de pilares a toda velocidad, cruzó el camino y pudo verlos. No pudo frenar. Entró en Tandileofú, hizo una redondilla y volvió sobre sus pasos. Una manada de ñandúes corría presurosamente orillando el alambrado. "¡Era éso!", pensó, y se relajó.


La entrada de Tandileofú es tan espaciosamente señorial que cuesta esconderse. Decidió salirse en la primera tranquera en dirección de la histórica cabaña Hereford y se metió en el monte a la altura de la capilla. Antes de entrar, contempló la enamorada del muro que le traía tantos recuerdos. Se persignó para saludar al Señor en ese templo donde su padre había hecho su Primera Comunión y donde, mucho antes, se rezaban numerosas misas diarias en sufragio de Belita Ayerza en presencia de su joven viudo, don Martín Pereyra Yraola, y sus hijos; una de ella fue impulsada a los altares por el cardenal Jorge Bergoglio en los albores de la centuria.


Fue fácil llegar hasta Las Cruces, primero, y Las Tropas, después. Lo conmocionó volver a ver el rancho que habían construído con su padre, mango sobre mango, ladrillo sobre ladrillo, piedra sobre piedra, a lo largo de muchos años. Una pared que mira a las sierras, portegida del viento y del sol de la tarde por unos arbustos; del otro lado, una larga galería colaboraba con el fresco y permitía contemplar el que fuera un mar de trigo.


Ató el caballo en el palenque, sacó la llave pero no hizo falta: la puerta del pequeño monturero del costado de la casa ya estaba abierta y no quedaba nada de los que ahí supo haber, que no fuera unos pocos caballetes empotrados.


Ingresó por el costado en la galería de piso de ladrillo. Agradeció ver los malbones florecidos y unas verdes alegrías del hogar en los maceteros. La puerta de la casa estaba cerrada, pero violada. Adentro, todo era desorden. Mientras un hedor pestilente penetraba sus fosas nasales y era como que si se impregnara en la ropa, pasó revista de izquierda a derecha: la chimenea, los sillones del living, la mesa ratona, el comedor y, en la cabecera... ¡García! Se le heló la sangre y pegó un grito seco.


IV


- ¡Epa, epa! No te asustes... -intentó calmar García.


- ¡Cómo no me voy a asustar, si pensé que la casa era tapera! -replicó Hernanjo, en voz muy alta, sin poder reprimirse. Además, ¿usted no se había quedado? Yo mismo observé que la luz de su ventana estaba apagada al salir. Pero, entonces, ¿no se habrá venido por el acceso...?


- Claro, m'hijito... -el tratamiento paternal no tenía tanto que ver con el afecto ni con la edad, sino con una pose que se daba el viejo jefe de estación.


- ¿Y todo el cuidado que me recomendó? -dije, indignado.


- Es que a mí ya me conocen. No es lo mismo que te vean a vos a que me vean a mí. Ellos no saben que venís a hacer vos. Y, si bien vos no me explicaste para que viniste, me parece que es mejor que ni lo sospechen, ¿o me equivoco?


- A ver -intentó retomar Hernanjo-: ¿quiénes son los que lo conocen?, ¿por qué quieren saber qué es lo que vengo a hacer, si es obvio? Además, ¿porqué tendría que explicárselo? y ¿porqué usted no despierta la sospecha de estos misteriosos forajidos?


- Bueno, bueno, bueno... -armonizó García, mientras intentaba satisfacer las inquietudes de Hernanjo-; veamos: primero, "ellos" no son un sujeto colectivo, sino que pueden ser varios; segundo, me refiero a aquellos fulanos que andan buscando propiedades ajenas para saquearlas o, directamente, apropiárselas, y tercero, yo no tengo propiedades y vos sos el heredero de Las Tropas.


No había más nada que decir. Hernanjo derivó la conversación a temas más operativos y se puso a ordenar las pocas pertenencias que quedaban. "Lo primero que hay que hacer es encontrar el animalito muerto", explicó, al tiempo que caía en la cuenta de que la espantosa fragancia... ¡era un cuete!


En cuanto Hernanjo empezó a moverse, García comentó indescifrables dolencias de una vejez que aún no llegaba para excusarse a dar una mano, y se despedía.


"¿Ya se va?", interrogó, y como García no llegaba a dar a entender su apuro, insistió: "¿a qué vino, entonces?, ¿no me habrá venido a vigilar, no? ¿a asegurarse que le estaba diciendo la verdad, o si mentía...?" No había terminado de hablar que García ya había sonreído y cruzado el postigo de la puerta. Se detuvo pensativo por unos segundos hasta que optó por desentenderse del asunto.


Colocó los sillones en torno de la chimenea; las sillas, alrededor de la mesa; paro la mesita, aunque la lámpara ya no serviría de mucho. Por suerte había comprado velas en Fulton y algunas provisiones, que puso en la vacía despensa. La casa, que nunca había tenido objetos valiosos, tenía un equipamiento elemental. Lo que faltaba lo compraría en Fulton, en la próxima visita.


El cuarto estaba inmaculado. El estante de libros fundamentales -había una Biblia y un ejemplar de El Cantar del Profeta y del Bandido, de Héctor Tizón, entre otros- sobre el escritorio y la cama matrimonial, curiosamente hecha, le produjeron sentimientos encontrados que iban de la dicha del descanso al temor por lo que se insinuaba como incierto.


Se había hecho de noche. Sacó una silla a la galería. Unos mates acompañaron el atardecer. La básica satisfacción estomacal estaba a cargo de una galleta criolla. Pero la extraña coloración de unas nubes profetizaban algo que no llegaba a comprender; algunas reflejaban el ambar del sol vespertino mientras que otras se mantenían en un oscuro grisado.


De pronto sintió el sonido como el de un animal cruzando el Arroyo Nuevo unos metros más allá, invisible por la pendiente y detrás del cardal. Se sobresaltó e, inocentemente, buscó su facón. Hubiese sido la reacción adecuada ante el llamado de la mesa, más que una acción preventiva frente a una presencia criminal. Pero ahí estaba, de pie en la galería, con las piernas abiertas, la daga en la diestra y un poncho en torno de su antebrazo inquierdo. Era la estampa de Martín Fierro, aunque dos siglos después.


El silencio se volvió tronador. "¿Quién anda ahi?", bramó con una extraña acentuación en la á. A la falta de respuesta la siguió un sordo movimiento entre los pastizales, que se detuvo cuando parecía que algo o alguien se iba a presentar en la tranquera.


Por un rato no hubo más sonidos ni movimientos. De ningún tipo. ¡La pucha! Sin darse cuenta, la oscuridad lo encontró en la misma posición de gaucho matrero. "No voy a ponerme ahora a buscar", razonó, y encaró para la catrera.


V


El ruido de la puerta de entrada lo sobresaltó. Curiosamente, sintió que una presencia se alejaba repentinamente del dormitorio, mientras que unos pasos avanzaban en dirección del cuarto. Prendió una vela y se quedó medio incorporado, a la espera de lo que fuera, preso del pánico.


"Hernanjo", escuchó antes de ver aparecer por la puerta a Pedro, un compañero de colegio y de estudios. En ese instante, tronó la puerta. Los dos se abalanzaron en dirección del living, pero no encontraron a nadie dentro ni fuera de la casa.


- Me salvaste, Pedro; ¿qué hacés acá? -dijo, con un reproche cariñoso.


- Llamé al ratito de que te habías ido y tu padre me contó de la locura ésta y, sin decirle nada a nadie, me lancé atrás tuyo.


El brillo de su mirada transmitía todo el entusiasmo. Pedro se había venido desde Tandil a caballo, por el camino que sale de la Rural hasta Iraola, a galope tendido. Ahora había cuatro fletes en el corral del nochero y podían hacer turnos para hacer guardia.


Los primeros rayos del sol los encontraron reforzando los alambrados y construyendo trampas en las alcantarillas que cruzaban las profundas zanjas que rodeaban esa estratégica esquina del acceso a Fulton y la ruta 74. El límite seco hubo que protegerlo de otra manera. Cavaron hondos pozos en los senderos, fabricaron algunas alarmas caseras para alertar el avance de extraños y, fundamentalmente, aunque de a uno, se fueron haciendo de una pequeña jauría de cimarrones a fuer de alimentación.


En unos diez días no habían salido de Las Tropas, pero lo habían convertido en una suerte de fortaleza. Muchas veces sintieron que los observaban. Sordos movimientos eran elocuentes de la sigilosa pesquisa del enemigo.


De a poco, fueron apoderándose de cada uno de los rincones de la casa y convirtieron los desechos en herramental para el trabajo y la defensa. Asadas, guadañas, palas, uniformes. Lo que no había en Las Tropas podía estar en Las Cruces o en el viejo casco. Las incursiones llegaban muchas veces hasta las casas vecinas desiertas.


Hernanjo estaba irreconocible cuando llegó por primera vez a Fulton desde su furtiva llegada. Su ruda ropa de fajina, su tes tostada por el sol, la prudente y respetuosa actitud, la compañía de su noble amigo, los otros dos caballos.


Luego de enviar el correspondiente mensaje de correo a su padre, desafiaron con Pedro a jugar a la paleta al hijo de García y a un mensual. Para su decepción, los locales superaron cómodamente a los extraños, que tuvieron que consolarse con unas cervezas con papafritas y remojar los pies en un tanque australiano.


Hacía ratazo que no la pasaban tan bien. Las guerretas -guerras berretas-, los procedimientos de seguridad, los examenes, la luz artificial, internet, el chat... se habían convertido en la única rutina. Esto era volver a vivir. El dialogo franco, las carcajadas ruidosas, el cuerpo soleado, la transpiración, los olores...


Comentaron brevemente las noticias. En los últimos días nada se imponía al vuelo razante de los aviones de la brigada aérea de Tandil. Nadie sabía que andaban buscando, o si era simple entrenamiento. Pero resultaba por demás sorprendente verlos volar a bajísima altura en cuadrillas de tres y hasta de cinco naves de combate.


"Dicen que los patagónicos, apoyados por los gringos, están queriendo entrar por Carmen de Patagones", refirió García padre. "Parece que tienen planeada una operación de pinzas con los brazucas desde el Norte", agregó.


Nada sonaba muy cercano, excepto el estado de conmoción interna. Fuera de Fulton, donde todo era calma, nada estaba seguro. García se pavoneaba de sus méritos. Pero Hernanjo desconfiaba de sus métodos.


A la hora, comieron un asado en el almacén y salieron con las últimas luces para Las Tropas. "No vamos a mariconear, ¿no es cierto, Pedro?", aguijoneó Hernanjo, "vamos por el acceso", dijo, y encararon por el camino de regreso.




VI


El crepúsculo era maravilloso. La jornada siguiente sería muy calurosa, a juzgar por el intenso naranja con el que se pintaba el horizonte.


Pedro y Hernanjo hablaban de zonzeras, pero ambos intuían el peligro. "¿Nos echamos un galopito?', dijeron, casi al unísono. Ambos percibían mutuamente el callado temor y la propuesta se convirtió en un galope largo, de hecho. Iban en silencio, mirando cada uno para un costado, ajenos al espectáculo natural que les ofrecía el sol en el poniente.


Anduvieron unos veinte minutos, cuando por fin pudieron divisar aún lejos el desnivel de la ruta. Veinte minutos más y estaban en Las Tropas. No podría decirse que a salvo, pero en casa.


El tamborilleo de los cascos impedía escuchar otra cosa. Sin embargo, se escudriñaron con la mirada y sin consultarse bajaron gradualmente la velocidad. Al paso, coincidieron en escuchar un sonido como de un enjambre. Una vez detenidos, se quedaron atentamente intentando desentrañar el origen de la amenaza.


Detenidos, en el medio del camino, vieron coporizado el extraño sonido. Un grupo de motiocelas que venían por la 74 doblaban por el acceso hacia ellos levantando una nube de tierra.


Hernanjo y Pedro se miraron un segundo, como interrogándose. Acto seguido, giraron en 180 grados y salieron a la disparada nuevamente hacia Fulton. De pronto, Hernanjo llamó a Pedro, que se le había adelantado, y giró hacia la izquierda, como quien va para Ayacucho. Cruzaron la profunda zanja, pasaron por un alambre caído, taconearon firme y se internaron en los altos pajonales. Al principio, encararon para una arboleda pero al ver que no los seguían continuaron a galope tendido en dirección a Tío Cué, saltando alambrados caídos y abriendo alguna que otra tranquera, una vez que ingresaron en la estancia.


No sabían si es que los habían perdido de vista entre los matorrales, o qué. Lo cierto es que, así como habían escuchado a las motos detenerse, las volvieron a escuchar marchándose. De pronto, era el silencio; en rigor, el griterío de teros y de otras aves, y el cantar de los grillos. Iban saltando matas de pastos a un lado y al otro, como jineteando. Iban mudos, como estatuas.


Cuando llegaron al casco de Tío Cué ataron los caballos del lado de adentro del casco, cuando oyeron unos perros y la voz tranquilizadora de un paisano, que los contenía.


- ¡Buenas! -saludó Hernanjo- ¿estaría don Carlitos?


- ¿Quién lo busca? -consultó el joven encargado, a juzgar por su pretenciosa vestimenta gauchesca.


- Hernanjo, su vecino -acotó, sin querer dar muchas pistas.


El amo de los perros se acercó hasta ellos, les extendió la diestra y pronunció a modo de presentación su apellido: "Vega Obligado".


- Mire, Vega, si era ''obligado'' me hubiera dicho antes y nos ahorrábamos el saludo -acotó Pedro, sin poder contener el ánimo jocoso.


- ¿Así que un gracioso? -reaccionó Vega, finjiendo enojo- Me alegra. Es señal de valentía tomarse estos peligros en solfa. ¿De ande vienen? ¿Qué hacen por acá?


Le explicaron sus andanzas y la presente situación. ''Don Carlitos debe estar al caer de un momento a otro'', dijo, ''salió a pastorear unos animales", y los hizo pasar a su casa, donde pudieron bañarse y comerse un apetitoso salpicón de carne -sobras del asado frío de la mañana-, con vino tinto.


Vega Obligado era algo mayor que ellos. Oriundo de San Pedro, se había convertido en un paladín de la defensa del gaucho trabajador. Había perdido lo poco que le tocaba hererdar en manos de los bancos y tenía decidido trabajar la tierra de otros, con la esperanza de llegar alguna vez a ser nuevamente dueño de su propio solar.


Una vez comidos, tomó la guitarra. Luego, en un preludio intenso, hirió las cuerdas sonoras, y cantó de las auroras y de las tardes pampeanas, endechas americanas más dulces que aquellas horas. Al dar Vega fin al canto, ya una triste noche oscura desplegaba en la llanura las tinieblas de su manto. ''Esta es la redención del folklore'', dijo Vega, triunfalmente, y les explicó una teoría sobre la vida vegetativa del folklore de las últimas décadas. Seguidamente, se puso a puntear y a cantar ''Que sea el sol'', de Pedro y Pablo. A Hernanjo le sorprendió volver a oir las melodías que había escuchado en el tren como si fueran himnos del porvenir.


En el glorioso momento en que las voces coreaban ''si es en el campo, mejor'' se abrió con violencia la puerta. Un hombre canoso, medio encorvado y de mirada esquiva, los increpó: ''¿Qué creen que es esto, un boliche?''


Al reconocerlo, Hernanjo se puso de pie y saludó a don Carlitos. ''Pero, che, ¡este es un lugar de trabajo...!'', protestó el anciano. ''Pero ya es de noche, patrón; dejenos divertirnos un poco'', respondió Vega, desde su banco, muy relajado. ''Siéntese acá, don Carlitos''.


Protestando, el viejo se acomodó en un banquito lejano de la mesa para escuchar, con los brazos cruzados y la espalda apoyada en la pared, lo que Vega ya sabía que le gustaba que cante.


Un bramido como de tormenta sonó fuera de la casa. Eran los motociclistas, que querían saber si no habían visto a unos jinetes.


- No, ningún extraño vino por aquí, León -replicó Vega, al salir a atenderlos.


- ¿... y esos pingos? -dijo uno de ellos, aparentemente mayor, señalando a los que habían traído Hernanjo y Pedro, y que aún estaban ensillados contra el alambrado.


- ¡Ah, don Carlitos! ¡Nos olvidamos de soltar los animales! -gritó mirando para la casa, como distraído.


Sin decir más, los fascinerosos salieron raudamente hacia la ruta.


- ¿Los conocés? -consultó a su regreso Pedro, intrigado.


- Si, es la banda de Santillán. El que preguntó primero es el jefe, León... ¡bah! le dicen León, pero creo que se llama Manuel; el que se interesó en sus fletes fue Pepito, al que apodan "el guerrillero" -dijo, mientras sacaba una botella de caña y la ofrecía en medidas a sus invitados.


Hicieron que la noche fuera larga, de modo de asegurarse que la banda se cansara de buscarlos. A eso de las dos, montaron en sus recados y salieron por el camino de entrada hasta la 74 e ingresaron por San Pío hasta Las Tropas, donde había evidencias de que los habían ido a buscar allí: uno de los perros yacía despanzurrado en la galería de la casa, ante la mirada absorta de los demás.






VII




A pesar de haberse acostado tarde, ambos se levantaron muy temprano. Era mejor tirarse un rato a la tarde, de a uno por vez, que dormir mucho por la noche. No se sabía lo que podía pasar. Aunque esta vez el peligro parecía conjurado.


Mate en mano, desgranaron lo que Vega Obligado había referido acerca del folklore.


- Tiene lógica -asintió Hernanjo-; lo que se ha perdido es la poética campera. La música subsiste aún en las nuevas generaciones, pero lo que no hay es una renovación del repertorio temático. Antes había grandes peonadas y estos campos contenían aglomeraciones prácticamente pueblerinas. En La Victoria, la estancia de los Grondona, en Cangallo, cuando papá era chico, además de los rudimentos elementales de cualquier establecimiento rural había viviendas, cocina y matera para la peonada; el encargado y su familia tenían su propia casa y un taller anexo; además, había galpón, herrería, tinglado para la maquinaria agrícola, carnicería, tambo, quesería, granja de aves, chiquero, huerta, colmenas, frutales, capilla, comedores, garages; parqueros, cocineras, familiares, tamberos, mensuales; casa grande para sus abuelos y subalternas para los hijos que se iban casando, pileta, cancha de paleta, de fútbol, de tenis, de bochas, de ping pong... Esto en el casco, porque cada puesto era una estanzuela. A siete kilómetros de allí, Cangallo era un caserío que no era mayor que La Victoria. Tenía un almacén con teléfono y mesas para jugar al mus, cancha de paleta y de fútbol, escuela, comisaría, estafeta y estación, además de unas poquitas construcciones que reunirían una pequeña población estable.


- Eso no existe más -renegaba Pedro, meneando la cabeza-; sin embargo, sigue habiendo grandes propietarios, con enormes extensiones de tierra...


- Si, mayores que las 5000 hectáreas de La Victoria. Pero no existe más la población rural de aquel entonces. Papá me ha contado de haber desayunado de madrugada con la peonada que se disponía a salir a trabajar con la hacienda, en la matera, compartiendo mate y galleta. Era una cuadrilla de tipos empilchados y montados para apoyar diariamente las tareas de cada puesto. Un día era la yerra; otro, la vacunación, la esquila, el bañado, el arreo. José Larralde, que era de Huanguelén, cantó a estas cosas porque conoció la vida rural y por eso pudo narrar poéticamente los problemas del hombre de campo: sus desvelos, sus dolores, sus amores, sus ilusiones, el paisaje, el entorno vegetal y el animal, la calandria y el hornero...


- ¡Pará, pará, pará...! No llevamos ni un mes en este ámbito. No da para que te conviertas en don Segundo Sombra -contuvo, simpáticamente, Pedro. No es cuestión de dramatizar.


- Es cierto, pero no me vas a decir que Vega no tiene razón -insistió Hernanjo. El éxodo rural vació al campo de su población y, consecuentemente, de su cultura. Fijate lo que nos pinchamos cuando nos tocó galopar en el cardal que bordeaba el acceso. No nos hubiese pasado si hubiéramos llevado puestas unas polainas. Pero, claro, quién va a andar hoy con polainas en la ciudad. ¡No tiene sentido! Tampoco nadie anda entre los cardos desde que el campo sufrió la inseguridad y sus habitantes, de a poco, abandonaron su lugar. De hecho, no quedaban muchos cardales hasta que los campos quedaron desiertos. Desaparecieron muchas escuelas, que se fueron concentrando. Las familias tuvieron que dejar la educación de sus chicos por la distancia, o llevarlos a los pueblos para que reciban una instrucción aceptable. Menos alumnos son menos maestros rurales; sin población no se justifican la policía de campaña o los médicos rurales, como Baldomero Fernández Moreno o el doctor Saenz Cavia, de Cuenca. Porque cuando hablamos de cultura no hablamos solamente del arte, sino de la manera en que el hombre modifica su entorno de acuerdo con sus necesidades.


- Así es. Lo que a mí me impresiona es el tendido de las vías ferroviarias. Parece un esqueleto de una infraestructura fantasmal. Es como si fuera un proyecto económico que quedó por la mitad y se lo terminó desechando -acotó Pedro, mientras señalaba con la pera el albardón ferroviario que divide a Las Tropas del lado del camino que une Fulton con Iraola.


- No te quejes porque gracias a su escaso movimiento es que mantenemos cierta privacidad. Imaginate si el tren tuviera una frecuencia diaria. Es cierto que podríamos estar más conectados con la civilización, pero estaríamos a merced de una vigilancia motorizada -se atajó Hernanjo.


- A vos no hay nada que te venga bien, ¿no? -sonrío socarronamente Pedro-; que si mucho porque sobra, que si es poco no alcanza...


- Tenés razón. Sueño con el día en que en el campo tenga las mismas posibilidades que en la ciudad -concluyó Hernanjo.


El mate se había lavado. Aún era temprano y se dispusieron a entrenar a los perros, que amaestrados pueden ser la mejor defensa personal en esos parajes desolados. Montaron una casita para la perrada y la acondicionaron de modo tal que tuvieran donde guarecerse ante una excursión como la de los Santillán. Pusieron más trampas en el albardón, reforzaron la tranquera de entrada y adiestraron a la jauría para que sepan aprovecharse de esos mecansimos. Lo mismo hicieron en torno de la casa. Convirtieron el mirador en torre de vigilancia para poder hacer desde allí la guardia nocturna.


Desde ahí, Pedro registró una extraña presencia en el camino del acceso. La segunda noche consecutiva se lo advirtió a Hernanjo, que también empezó a reconocer en cierta sombra transeúnte lo que podía ser el tránsito de una persona.




VIII


Se deslizaron sigilosamente por la banquina del camino que lleva a la tranquera del acceso. Si alguien acechaba no iba a ingresar justamente por ahí.


Pedro se lanzó hacia la izquierda y Hernanjo en dirección a Tandileofú, ambos estaban prácticamente cuerpo a tierra. Reptaban y levantaban la cabeza cada vez que tenían una abra que les permitía mirar sin ser vistos.


Decidieron ir sin perros porque el objetivo prioritario era identificar la amenaza. Pero fracasaron. Al cabo de cincuenta minutos se reencontraron en la casa. "Hubiese jurado que iba camino a Fulton", afirmaba Pedro. "Apenas si puedo asegurar que ví algo", replicaba Hernanjo.


A las dos horas, Pedro ya estaba dormido y fue el turno de la guardia de Hernanjo. Esta vez vio claramente a la sombra deslizarse en dirección opuesta a la de Fulton; iba mucho más rápido que las ocasiones anteriores, en las que el movimiento había sido apenas perceptible.


No llegó a avisar a Pedro. Se lanzó en su persecusión con el mayor sigilo, que no era un oficial a su cargo sino un modo de desplazamiento cauteloso. Llegó a la tranquera y supuso que el sujeto le habría ganado unos cuantos trancos, a juzgar por la velocidad con la venía; por eso no reptó sobre el albardón sino que se asomó al acceso y descendió a la banquina. Desde allí pretendió observar, sin éxito.


"Voy a asomarme ligeramente", pensó prácticamente en voz alta. Hizo el máximo silencio posible y no escuchó nada. "Llegué tarde", se lamentó para sí. Se incorporó y quedó parado en el camino mirando para el lado de Iraola. Una brisa fresca le acariciaba la cara y se dispuso a olerla toda. Puso su nariz como un periscopio, hundiendo la nuca hacia atrás, y descubrió las estrellas. No solamente en términos literales, ya que las constelaciones se desplegaban ante sus ojos como si fueran un oscuro paño ametrallado, sino que también figurativos: que una tremenda patada impactó en medio de sus piernas, a la altura de la ingle.


El golpe no lo levantó del piso sino que, al contrario, lo hizo caer de rodillas aferrándose con las manos a los órganos responsables de su sucesión, de su herencia.


Apenas pudo levantar la cabeza, la vio a unos cinco metros delante de él sobre la tosca. Era una cosita linda. Un poco más chica que él. Tenía pelo castaño claro peinado para la derecha, llevaba una blusa clara y una pollera colorada con puntos blancos. Supuso que llevaba zapatillas puestas, pero no las pudo ver en el erizante momento de la coz.


- ¿Qué hacías siguiéndome? -lo interrogó.


- ¿Y vos, quién sos? -respondió, confundidísimo, Hernanjo.


- Yo te pregunté primero -acotó secamente la bella joven, con un acento que le sonó muy familiar.


- Estábamos haciendo guardia con mi amigo cuando nos dimos cuenta de que había un movimiento en la oscuridad que se repetía a menudo y salimos a ver de qué se trataba.


- ¿Qué amigo? ¿No estás sólo? -preguntó sorprendida y hasta temorosa.


- Bueno, hace cosa de dos horas salimos los dos y, como no encontramos nada, nos volvimos. Pedro ahora está en casa y yo salí rápidamente para ver si podía develar el misterio -agregó algo más seguro de sí.


- Cosa que hiciste... -respondió ella con los barzos en jarra.


La relación viró rápidamente a un tono amable, a tal punto que fue ella la que recomendó salirse del camino por si llegara a pasar alguna patrulla. Hernanjo todavía se agarraba los huevos con el cuidado propio de un granjero.


- ¿Hasta dónde vas? -consultó Hernanjo por si pintaba invitarla a pasar a Las Tropas.


- Cerca, acá nomás -cabeceó ella.


- ¿A Iraola? ¿a Tandileofú? -insistió él.


- ¿Qué tanto conocés? -coqueteó ella.


- ¿No serás Rochi Pereyra Yraola, no? -sonrió Hernanjo, torciendo la cabeza hacia el hombro; hija de Marcial, Rochi era una de las herederas de Tandileofú.


La cara de ella palideció, dio media vuelta y se lanzó a una carrera imposible de seguir. Hernanjo estaba entrenado, pero no era tan rápido como para alcanzarla y supuso equivocadamente que en algún momento ella se tendría que detener, por el cansancio. A los tres kilómetros de correr a todo lo que daban sus piernas y su aire, la perdió de vista en una curva. "¡Qué imprudente fuí!" pensó, y se internó en la banquina. "Además... ¡dejé la casa sin vigilancia!", se percató. Entró en pánico pensando que podía ser una trampa para hacerlo abandonar su puesto, o que ella habría visto algo que la aterró y no llegó a advertírselo. Ante cualquiera de las dos hipótesis estuvo tentado de subir al camino para regresar lo más rápidamente hasta Las Tropas. Pero en esta oportunidad ganó la prudencia.


Al llegar se cruzó con Pedro, que se había levantado y, al notar su ausencia, salía en su auxilio. Raudamente entraron en la casa y Hernanjo pudo narrarle el extrañísimo episodio.


- ¡Sos un irresponsable! Andá a saber qué corno podría haber pasado, quién era esta mina o qué buscaba haciéndote seguirla a las disparadas -lo retó Pedro con toda lógica.


- Tenés toda la razón del mundo -aceptó Hernanjo-, me siento tan tonto... Todavía me veo mirando las estrellas y no puedo imaginarme de dónde salió ella sin que yo pudiera advertirlo...


- Bueno, ya está; lo importante ahora es saber quién es y qué busca -razonó Pedro.


En la cama, en ese momento de lucidez que antecede al sueño, entendió todo. Rochi debía haberse asustado al verse reconocida y temió lo peor, siendo ella una de las herederas de la estancia más importante de la zona. Lamentablemente, cuando las ideas visitan nuestras mentes en esas circunstancias no lo hacen solas, sino acompañadas por el odioso insomnio. Hernanjo pasó un par de horas intentando imaginar el motivo de sus paseos y el modo de aproximárse a ella.


Al día siguiente, se habían abocado a recuperar lo que quedaba de una huerta que estaba situada del otro lado de la pared del bajo y modesto gallinero. La noche vino con el cansancio, hasta que Hernanjo recordó a la paseandera. "Dejá, que vos estás muerto -le dijo a Pedro-; yo hago guardia las primeras horas y después vemos sin me relevás, si fuera necesario".


No hizo falta discutir mucho. Pedro estaba roncando a los pocos minutos y Hernanjo aguzó su vista para ver si volvía a ver a la doncella de la noche. Pero se quedó dormido en el intento. Lo despertaron las luces del alba y él se encontró muy visible en ese mangrullo.


Los días pasaron y las noches se iban sin dejar ese perfume que se había quedado impregnado en la nariz de Hernanjo. En rigor, lo que tampoco se logró sacar de su memoria era su cara, su figura, sus movimientos, ciertas respuestas que había dado aquella noche con un tono tan femenino. "Si no hago algo, voy a enloquecer", reflexionó.


IX


Una mañana Hernanjo aprovechó una excusa relativa a la compra de una herramienta en Iraola, que no encontraban en Fulton, y se lanzó a tomar contacto directo con los Pereyra Yraola de Tandileofú, a algunos de los cuales trataba en Buenos Aires. Pero ésta era la rama tandilense, que tenía la administración de la estancia por numerosas razones tales como la cercanía y el conocimiento técnico y territorial, que ahora valía mucho.

En media hora estaba pasando por la entrada que había visto el día de su llegada. Buscaba un argumento para entrar hasta la histórica casona. Allí por 1853 ese casco había sido la cabecera de un establecimiento de 25.000 desiertas hectáreas que luego se dividieron numerosísimas veces entre sus muchos descendientes. Sumado a lo que aportaban los parientes Ayerza, la familia ocupaba una gran extensión en torno de la ruta 74, por un lado, y lindando con el arroyo Tandileofú, por el otro. En aquella primera época esa comarca estaba situada en la frontera con el indio. Los Pereyra, particularmente Leonardo, heredaron de los no tan vecinos Iraola -Gerónimo era dueño de La Reconquista, en Ayacucho-, la tecnificación del campo y el dominio de las posibilidades de la tierra. Fueron vanguardistas, como todos los audaces que poblaron nuestra pampa hostil al huinca; viajaron por toda Europa occidental y llegaron hasta Rusia procurando las mejores alternativas productivas para nuestra geografía.

Prácticamente había detenido su marcha y observaba, fascinado, el alto y largo boulevard. Un fuerte rugido lo paralizó. Era una caminoneta negra que asomó su trompa desde el camino, que doblaba pocos metros más adelante, y frenó justó en la entrada. Inmediatamente se abrió la puerta del copiloto y se bajó un jetón que lo apuntaba con un revólver y le gritó:

- ¿Qué hacés acá?

- Nada... -balbuceó Hernanjo- bueno, quería entrar.

- ¿Qué precisás? No tenés nada que hacer. ¡Rajá! -ordenó el hombre, algo nervioso.

- Vengo a saludar a la familia -probó-; ¿usted es de la casa?

En ese preciso momento el matón dio un paso para atrás, como para escuchar algo desde adentro de la chata, pero sin quitarle los ojos de encima ni dejar de apuntarle. Al cabo de un minuto inquirió: "¿y vos, quién sos?" Hernanjo se presentó y, casi instantáneamente, sintió un ruido metálico. Era un hombre grande que se bajaba del lado del conductor y avanzaba hacia él con energía.

- ¡Mirá vos! ¿Entonces fuiste vos el que se topó con Rochi la otra noche en el acceso? -y sin que llegara a reaccionar, lo apretó con un abrazo fuerte. ¡No te asustés! No te imaginás lo que me alegra que hayas sido vos...

Enseguida se interesó por los motivos que lo había traído hasta el campo. Celebró sus intenciones y lo alentó a seguir. "Contá conmigo", lo palmeó.

Muy celoso, se mostró muy desconfiado una vez que le preguntara por Rochi. "Si, y Lucas también está", replicó diligentemente.

Ni en la avenida ni sobre el prolijo pasto corto de los márgenes había uno solo de esos añosos eucaliptus caídos. Una vez que traspasaron el guardaganado del estacionamiento, se percató de que hubiese sido prácticamente imposible entrar por sus propios medios. Tandileofú se había convertido en una especie de burgo medieval, autosustentable y seguro.

Así y todo, no se llegaban a ver los alambrados perimetrales, ni los muros. "Están más allá de los árboles", le comentó Marcial. El monte seguía siendo inmenso, según le refirieron. Fue invitado a tomarse unos mates en el living y a conocer las instalaciones. Hernanjo preguntó por el calabozo que solían tener las casas de la época primera. "Ahora es una bodega", le explicaron, pero fue uno de los rincones a los que no llegó a conocer en la rápida visita.

Al ver que Hernanjo se emocionó frente a la cancha de paleta de paredes curiosamente celestes, el que fuera conocido de joven como el Pichi no pudo contenerse: "Ahí me he atendido a varios", se ufanó.

"Es hora de reunir a toda la parentela. A los que andan peleando el terruño, como vos, y dar batalla para no seguir cediendo", arengó el patrón. Tras decir esto, lo vintó a almorzar.

"¿Va a estar Rochi?", se animó a consultar Hernanjo. Marcial se puso serio:

- ¿Qué tiene que ver Rochi en esto? Además ustedes son primos -remató.

- Bueno. Vos y Ceci también lo son -se le escapó, pero al ver que al apaisanado buey se le fruncía el ceño, agregó- es que tengo a Pedro esperándome en Las Tropas.

- ¿Pedro? ¿qué Pedro? -dijo, extrañado.

Hernanjo le aclaró el punto y logró fugarse antes de que el paternal Otelo lo devorara crudo. Lo hijo acompañar por un peón hasta la entrada, montó y salió victorioso.

En Iraola ya todo estaba cerrado. Decidió volver a casa. Apenas pegó la segunda curva vio aparecer a un hombre a caballo, como viniendo desde Fulton.

X

Apenas se lo podía divisar, pero era claramente un hombre corriendo. Dudó en salirse del camino. No lo hizo para no manifestar debilidad.

En cuanto identificó su boina colorada se largó al galope al encuentro de Pedro, que estaba pálido. Casi no podía hablar.

- Los Santillán... vinieron... en sus motos. Daban vueltas y vueltas... alrededor del parque. Yo me escondí..., pude ver cómo empezaron a romper todo... y, en cuanto pude, salí a los piques...

- ¿Todavía están allí? -quiso saber Hernanjo.

- Seguramente. No sé qué planes tienen... Estaban borrachos... reían y gritaban como locos.

- ¡Vamos! -y, al tiempo, le tendía la mano para subir a Pedro en ancas.

- ¡Estás loco! Te estoy diciendo que deben estar allá.

- Justamente. Una vez que llegamos, agarramos unos palos del monte de la casa y los esperamos a ambos lados de la tranquera. Cuando salgan, nos cargamos a uno cada uno.

- ¿y los otros tres? -itentó preguntar Pedro, que atinó a subirse antes de quedar a pata.

El caballo correspondió a los bríos del jinete y aceptó mansa y sigilosamente la atadura al alambrado. El bramido de los motores se escuchaba cada vez más cerca. Apostados cada uno en su poste, como estaba planeado, Hernanjo pudo bajar a uno de un preciso golpe en la cabeza en tanto que Pedro logró asestar su gruesa y despareja rama en el brazo. El primero quedó tendido en el piso, mientras que el otro se recuperó rápidamente y huyó como pudo. Los restantes tres motoqueros, una vez afuera, se quedaron a unos metros haciendo rugir a sus cabalgaduras metálicas. Sin dejarlos pensar, Hernanjo se lanzó hacia ellos con su garrote en alto, mientras Pedro cubría la tranquera como si existieran alternativas de que quisieran regresar. El ataque sorpresa dio su fruto, ya que facilitó que uno de ellos -presuntamente Manuel, el lider, pero sus trajes antiflama celeste y los cascos impedían identificarlos- lo esquivara, tomara al caído de un brazo y se lo llevara a la rastra unos cuantos metros hasta que, apadrinado por los otros dos, lo acomodaron de alguna manera y se lo llevaron velozmente.

Recién cuando las motos doblaron en el pavimento para el lado de Tandil abandonaron su posición de combate. No lo podían ceer. Habían ganado la primer batalla para la liberación. Se abrazaron intensamente e ingresaron abrazados brazo con hombro en Las Tropas.

El panorama fue espantoso. El trabajo de semanas destruido en un rato. En rigor, solamente habían dañado instalaciones de la casa y sus aledaños. Evaluaron que hubiese sido distinto si hubiesen estado los dos. Sumados a los perros podrían haber dado mejor batalla. Pero no fue así. Los perros ligaron feo. Uno de ellos parecía agonizar. Los caballos quedaron asustados en el corral, por más que intentaron arrearlos con las motos hacia afuera, según parecía. La casa era la que más había sido impactada.

Mientras iban a Fulton a comprar lo que hacía falta para enmendar los daños, Hernanjo le contó a Pedro su experiencia en Tandileofú. Le dio un tono casual para que no sospechara que su fragilidad amorosa lo había llevado a mentir al anunciar su visita a Iraola.

Compraron lo que hizo falta. García se los llevó hasta Las Tropas. Priorizaron las puertas, por seguridad, y los vidrios rotos, porque en Tandil hace frío casi todas las noches del año.

No eran las doce del día siguiente que Marcial y Lucas se aparecieron por Las Tropas. Hernanjo y Pedro estaban tan ensimismados con los trabajos que se los encontraron cuando ya estaban a pocos metros unos de otros.

- Venían por nosotros -informó Marcial. Se ve que se tentaron al ver que Pedro estaba solo y se metieron.

- Seguramente. Si no me agarraban yendo para Iraola.

Los Pereyra no comprendieron la acotación. La dejaron pasar.

- Tenemos que reunir a los colonos amigos y prepararnos para resistir, como decíamos ayer -exclamó Marcial.

- Sería buenísimo -respondió Hernanjo.

- Lástima que no todos estamos en la misma -aportó Lucas.

- Nosotros tenemos que empezar a producir -reflexionó Pedro, obviando la filosa observación.

- ¿Qué planes tienen? -inquirió Marcial.

- Ya tenemos una granjita, un par de vacas y una pequeña huerta con fines de supervivencia. Pensábamos intentar producir en escala para llegar a los mercados de Ayacucho o Tandil, de modo de financiar el establecimiento de un tambo que nos permita producir una línea de quesería.

- Interesante -observó el hombrezote-; muy bueno. Los vamos a ayudar. Si nos dan una mano en las labores, les pagaremos con vacas Holando. No es fácil conseguir mano de obra como ustedes, así que les pagaré bien.

- Trato hecho -aprobaron al unísono.

- Muy bien. Presentense mañana ante Leiva, nuestro capataz. Pero, ojo -advirtió-: vayan por adentro y busquen a Lucas, antes de ir a verlo. Vayan con él. No digan mucho. Reciban sus órdenes y cumplan con su trabajo.

Se pusieron de pie y Marcial agregó: "esta misma tarde voy a ver al camarada Otto a Las Coloradas para consultar si quiere sumarse a esta pelea. Por las dudas, vayan agendándose la noche de mañana para esa reunión con los vecinos. Los espero a las ocho. Nos quedaremos a comer.

XI


Más allá de lo que implicaba esta convocatoria, esa conscripción, Hernanjo solamente pensaba en que era la oportunidad de volver a ver a Rochi.

A eso de las cinco, Pedro y Hernanjo marcharon hacia Tandileofú por el campo. Se encontraron con un alambrado perimetral, infranqueable. La base era un muro bajo, alambrado por encima y púas en su parte superior.

Unos perros denunciaron su presencia y un jinete se apersonó rápidamente apuntándoles con un rifle. Al presentarse, los llevaron hasta el casco donde pudieron ver con detalle el desarrollo industrial que Hernanjo había soslayado la primera visita. Campo agreste, desde la estética, tecnología, mecánica e informática en la organización y desarrollo productivo.

Lucas les dio un muy cálido recibimiento y los llevó con Leiva. El capataz era un muchacho que no llegaba a los 40 años. De mirada aguda y manos inquietas, tenía modales refinados para lo brutal de sus desafíos. Se lo veía decididamente pragmático. Les dio breves indicaciones, se mostró muy informado acerca de lo sucedido en Las Tropas y los despidió rápidamente.

El trío salió diligentemente a contar unos animales del cuadro Tía Gorda y llevarlos a un campo relativamente cercano. Daba el tiempo para ir y venir durante el día. Esa tarde se bañaron en el tanque australiano de Las Cruces. Los baños de Las Tropas estaban aún en arreglos. Se empilcharon y se presentaron, a las 20, en Tandileofú. Notaron que la custodia perimetral era permanente y se alegraron de que ya los consideraran como propios, al dejarlos pasar sin problemas.

El trámite de ingreso a la Casa Grande no fue fácil. Hubo que pasar muchos controles y responder preguntas extrañas. Tal vez por eso los emocionó trasponer la puerta. Alguien los presentó en voz alta y una veintena de parientes asentía con la cabeza.

Desde la cabecera, Marcial escuchaba las diatribas y lamentos de los asistentes. Solían ser breves aunque punzantes. Al término, se puso de pie y les dijo: "Los convoqué porque estoy harto de oírlos quejarse. Hay que reaccionar. ¿Quiénes son los Santillán? Es cierto que cuentan con importantes apoyos, pero nosotros podemos más. No debemos dejarnos humillar".

Los aplausos sonaron fuertemente en el comedor. También se escucharon voces solicitando concresiones. El líder que templó el espíritu de lucha en las protestas agrarias de 2008 continuó: "Vean: podría proponer muchas cosas lindas y simpáticas mas no por eso efectivas. Le pedí al camarada Otto -a quien señaló a siniestra, con la palma de la mano abierta y el brazo extendido- que tiene mayor experiencia que yo en estas faenas. Para los que no saben -bajó levemente la voz-, Otto estuvo activo en ciertas acciones mafiosas en los 90; tiene cierta relación con los Santillán, y cuenta con cierto liderazgo en La Constancia, que es uno de los cinco poblados que nos circundan. También Carlitos tiene algún contacto con Fulton y para nosotros Iraola son como dependencias de servicio. Nos gustaría hablar con Mariano y Martín por el tema Cangallo, pero se me dificulta llamarlo porque hay temas pendientes de la última Copa Carlucho y Maruca".

Hernanjo no se había percatado de la presencia de Carlitos, que se mantenía silencioso y cabizbajo en una de las esquinas de la mesa. Si le había llamado la atención el otro, el tal Otto. Le había impresionado alguna cosa de su pelo e, indudablemente, su extraño sentido del humor.

- ¿Porqué lo llaman así? -preguntó Pedro.

- ¿Así como? -ladró el miliciano.

- Camarada -dudó en continuar, Pedro.

- Es un título de jerarquía que otorgaba el Cartel Luminoso, donde él actuaba en los 90 -intervino otro. Se llamaba de esa forma por el vínculo que la organización tenía con la guerrilla peruana.

- ¡Mentira! -clavando la mirada en su presentador.

- ¿Y porqué tiene tanta relación con La Constancia? -consultó al comensal comedido, mientras intercambiaba miradas con Otto para ver si él quería responderlas directamente.

- Es que para él los negocios agropecuarios son los de menor peso en su cartera. Otto tiene muchas otras actividades -respondió, mirando con una media sonrisa al aludido.

Otto sonrió socarronamente y, acomodando una servilleta, agregó:

- Oíme, sorete: ustedes son todos unos perdedores.

La prosapia y el carácter familiar se lucían a pleno en el comandante maoísta. Las acusaciones más sucias lo redimían. Marcial volvió a hacerse oir. Tras presentar a Hernanjo y a Pedro, apuntó el exitoso triunfo del otro día:

"Estos muchachos venían directo para acá -relató. Vieron que la tranquera de Las Tropas había quedado sin candado, mal asegurada, y se mandaron".

Los aludidos se relojearon prudentemente, ya que ellos no sabían cómo y porqué los matones habían decidido el ataque. La voz aportó otro dato que ignoraban: "Dejaron fuera de combate por varias fechas a Pepito, que tal vez no pueda volver a patrullar la zona, y qubraron el brazo de otro. El León está recaliente, pero temeroso de recibir otra paliza. Es el momento de actuar".

Tras estas palabras las manos se arrojaron sobre la panera y, una vez trozado, mojaban la miga de la galleta en aceite. El manajr era acompañado por vino tinto. Finalmente, sirvieron el asado.

Otto se amigó con ellos e intercambió técnicas de aproximación. Conocía, y mucho, a Pepito; habían sido camaradas en Bolivia. Pero no lamentaba nada el suceso: "es un idiota".

Terminada la comida, pasaron al living para beber algún bajativo. Hernanjo estaba confiado en que de un momento a otro Rochi se haría presente en la sala. Tal vez traería unos bomboncitos, unos cafés. Pero fue Lucas el encargado de hacerlo. Al verlo inquieto, Marcial lo consultó:

- ¿Precisás algo?

- No, nada, gracias -calló.

De a poco se fueron yendo. Otto salió con ellos. "Las cosas no siempre son lo que parecen ni como las presentan", les advirtió.

XII

Salieron, como el resto de los invitados, por la entrada principal. La noche estaba fresca. Se calzaron el poncho negro de guardas blancas que les había dado Lucas. Notaron que los peones siempre llevaban esos ponchos de hilo, bombachas batarazas , polainas de cuero y botas de potro. Sin darse cuenta, estaban casi uniformados excepto por los pantalones.

Era una buena noche para conocer La Constancia, aprovechando la compañía de Otto. Este les dijo que se adelantaría con su gente -parece que siempre se movía con una pequeña comitiva- para dejar las cosas en orden en Las Coloradas y después los vería en el boliche.

Pedro y Hernanjo disfrutaban de ese paseo nocturno y hasta de la brisita que los despejó de la reunión. Comentaron la comida y se regodeaban de su fama fulgurante.

Llegando al cruce con el camino que va de Iraola a Cangallo, y que pasa por La Constancia, el caballo de Hernanjo saltó asustado, y echó una patada. Acto seguido se escuchó una aguda risita. Era Rochi, que se había aparecido de repente y le había pasado una ramita por las verijas.

- Quería saber étan jinete sos -le dijo con una mirada compradora.

- ¡Me podrías haber visto andar, nomás! -exclamó Hernanjo conteniendo una fugaz emoción. ¿Qué andás haciendo por acá?

- Y ustedes, ¿dónde van? -replicó enseguida.

- Pensábamos pasar por La Constancia, para conocer -dijo Pedro, que ya había comprendido la situación.

- ¡Ah, claro! Muchos porteños y turistas del exterior vienen a conocer el Resort Spa & Casino Las Tortas Negras... -comentó con sorna.

- Bueno, no tenemos muchas otras opciones -se defendió Pedro. A Fulton la conocemos de memoria, ya.

- ¿Querés venir? -retrucó Hernanjo.

- ¡Dale! -aceptó Rochi, entusisasta; evidentemente, era lo que quería que le digan.

Hernanjo le tendió la mano derecha por debajo de la que llevaba las riendas, ella se la tomó y pegó un salto gracil que la depositó justo detrás de él. Ella festejaba discretamente, pero con algarabía, cada ocurrencia que iba surgiendo. Una de las cosas más lindas en una mujer es verlas reir alegremente; es demoledor hasta para el más duro, y Hernanjo tenía la consistencia de una manteca en presencia de Rochi.

Naturalmente, comenzaron a galopar. El se percató de que ella se estaba aferrando, aunque con suavidad, de su cintura. Sintió las manos, y cada uno de los dedos. La velocidad impuso un breve silencio. El percibió que ella había apoyado una mejilla en su espalda. No sabía como hacer durar ese momento; si aceleraba tal vez perdería la dulzura, pero si frenaba podía ella incorporarse y alejarse de suu cuerpo.

Antes de lo que hubiese querido, llegaron al almacén. En algunas ocasiones, encienden las luces de un salón contiguo a la barra donde hay mesas y algo parecido a un escenario. Esa noche había tertulia: tocaba Kapanga; en realidad, era una formación bastante renovada de la banda que tocaba temas propios y algunos covers. Cuando llegaron estaban cantando Bisabuelo, pero al rato ya estaban haciendo sonar Radio Venus, de Los Helicópteros.

Una vez que llegó, los músicos fueron invitados con sus acompañantes a la mesa de ellos por Don Otto, como le llamaban ahí; el papelonero no paraba de guiñarle el ojo a Hernanjo y de cabecear en dirección a Rochi. Ocasionalmente, él y ella se cruzaban las miradas. Las primeras veces aprovecharon las risas; luego el contacto visual era más serio y sereno, como buscando una señal de entendimiento.

De pronto, empezó a sonar música nuevamente y la parejas se acercaron a la pista. Ellos se pararon en grupo y se movían, más o menos, al compás. Pero cuando llegaron los lentos se produjo la selección natural: unos se fueron a sentar, otros improvisaron una pareja fugaz, ellos se buscaron instintivamente y, a la voz de "Conociéndote", el la tomó por la espalda y ella por el cuello. Pudieron olerse; él sus jazmines, ella su hombría. Se abandonaron con una dulzura impropia de esa pampa recia. Sus cuerpos fueron buscando la tibieza del otro, como un contador Geiger rastrea la radioactividad. Las manos grandes y fuertes bajaban a la cintura en el momento en que Babe, de Styx, los obligaba a separarse.

Era el momento de apurar el trámite para no quedarse a barrer. La gente se dispersaba y no estaba bien visto quedarse más que lo que dure la función. Se abrazaron con Otto, que les decía palabras incomprensibles, intensas en consonantes y vocales alargadas, aunque plenas de picardía y fraternidad. El índice de su diestra se elevó en reiteradas oportunidades para dar a conocer algunas lecciones de vida complicadas para descifrar.

De regreso, las risas fueron dejando lugar a las palabras y éstas, a los silencios. Rochi pidió que la dejaran en la curva del puente del arroyo. Ellos se ofrecieron a aacompañarla, pero ella se negó rotundamente siquiera a que la esperaran. Prefería seguir siendo la dueña del secreto pasadizo que le habilitaba las escapadas nocturnas.

Hernanjo amonestó a Pedro para que ni se le ocurriera tomarse a risa ese sagrado momento amoroso. Se estaban estudiando mutuamente en la borrosa frontera de la privacidad del sentimiento y la amistad confidente, cuando al doblar vieron la camioneta de Marcial en la entrada de Tandileofú y dos hombres de pie conferenciando con tres motoqueros.

La escena duró unos pocos segundos. Pedro aseguraba que alguien que identificó como el propietario del vehículo apoyaba su brazo sobre el hombro presuentamente del León Santillán. Hernanjo creyó registrar la silueta de Leiva en esa situación.

En el momento en que se asomaron, los motorizados se despedían y salían en dirección de la ruta 74, mientras que la camioneta se metió en la estancia.

XIII

No estaban seguros de haber sido vistos. Por un lado, les preocupaba ser testigos de un encuentro clandestino; por el otro, intentaban negar su existencia. Sin embargo, ambos coincidían en que efectivamente se trabaja de la camioneta de Marcial y que un conductor, que luego ingresó en Tandileofú, confraternizó con los agresores.

Pensaron en vovler a La Constancia para ver al Camarada Otto, pero estaban seguros de que ya estaría durmiendo la mona y que no tenía sentido conversar con él en las condiciones en que lo habían dejado.

Se fueron a dormir y al día siguiente volvieron a donde Leiva para que les asigne labores. Olvidaron buscar primero a Lucas. El capataz tuvo para con ellos un trato particular:

- ¿Qué es lo que ustedes quieren, realmente? -los interrogó echado para atrás, desde su sillón giratorio.

- Una tarea, señor; que nos dé una labor -se anticipó Hernanjo recordando la orden impartida por Marcial respecto de no ofrecer explicación alguna ante él.

- Pero... -cabeceó, guiñando el ojo, con tono cómplice-, ¿qué es lo que pretenden?

- Lo que sea, don Leiva -atajó Pedro, comprendiendo la estrategia de su amigo-; podemos cortar el pasto, arrear, trabajar la tierra... lo que guste mandar.

Leiva no quiso ir más allá, y les inventó un trabajo en un galpón próximo a su despacho para monitorearlos de cerca.

Cuando ya estaban saliendo, Leiva no pudo contenerse y agregó: "No vaya a ser cosa de que se metan en problemas, ¿no?"

Se quedaron helados. Aunque aparentaron estar calmos al salir. Las rodillas les temblaban. "Era él", concluyeron: "Leiva tiene trato con los Santillán".

- ¿Le decimos a Lucas? -se cuestionó Pedro.

- No sé -dudó Hernanjo. ¿Qué le podemos decir, que son unos giles que tienen de capataz a un traidor? Dos borregos no pueden salir con una acusación de ese porte sin tenerlo bien probado. A lo sumo, si pinta, presentaremos nuestras inquietudes.

- Es cierto -aprobó Pedro, con una escoba en la mano. De alguna manera sería como poner en cuestión la capacidad de Marcial en materia de liderazgo patronal.

- Además, si él llegara a mantenerlo por los motivos que fuere no nos quedaría otra alternativa que mandarnos a mudar.

Ni una palabra más. En pocos minutos estaban preparando el tinglado de la cabaña y uno de los galpones anexos en el más profundo de los silencios. Trabajaban y cavilaban. En los descansos compartían nuevas reflexiones. En uno de esos recreos, se acercó el aludido:

- ¿Y? -preguntó, simpáticamente-, ¿cómo anduvo eso?

- Bien, señor; muy bien -se atajaron al unísono.

- Me alegra; ¿cansados? -evidentemente, Leiva procuraba establecer una conversación.

- No, don, para nada. Tendríamos que seguir para terminar hoy el encargo -replicaron para acotar el espacio de dialogo.

Leiva lo comprendió y no insistió con su cometido, pero soltó por lo bajo: "No se dan cuenta de lo equivocados que están".

- ¿Cómo, señor, qué hicimos mal? -contraatacó Pedro por la vía ridícula, con tono de preocupación.

- Nada, nada... -respondió Leiva, levemente alterado-; dejen todo como está y váyanse a su casa.

Se fueron a duchar. Una vez limpios, fueron a agarrar los caballos, que estaban en un corral monte adentro. Mientras iban al monturero vislumbraron movimientos en un abra luminosa. Se detuvieron, pero no llegaron a ver nada con claridad. Ensillaron y salieron para ese lado, que era el camino largo para hacerse campo adentro.

De pronto, los árboles se espaciaron y pudieron observar perfectamente la situación. Era una suerte de gimnásia rítmica, pero de gauchos matreros. Al cabo, comprendieron: era una sesión de entrenamiento de un arte marcial.

Así como ellos pudieron ver, fueron vistos. Intentaron pasar desapercibidos, pero era imposible porque habían quedado totalmente al descubierto. El instructor los miró a la distancia como para que el arrepentimiento les duela. Al esquivarle la mirada pudieron se toparon con más de un fulteño entre los capacitados.

Era hora de volver a Fulton. Había que descargarse con el frontón y, fundamentalmente, escuchar la opinión de García sobre todas estas cosas.

El viejo bolichero los llenó de anécdotas y de grandes frases, pero no les sirvió de nada. Cada vez estaban más confundidos. El hijo de García, en cambio, fue más inocente. Al término del partido, mientras mojaban los pies en el tanque, le explicó:

- Acá nadie puede ser autónomo. En estos parajes desiertos, todos dependemos de todos. Es prácticamente impracticable mantenerse ajeno del resto. Los Santillán son una realidad. Lo cierto es que lo de ustedes cambió el estado de situación. Ahora sabemos que son vulnerables. Por eso Marcial convocó a esa reunión.

- Entonces, ¿Marcial tiene relación con ellos?

- No sé, pero me resulta obvio. El y Leiva; los dos tienen que tener algún tipo de relación. Todos lo sabemos o lo suponemos. Sería una locura que no la tengan. Eso ayuda a neutralizarlos. Los que mandan a los Santillán quisieran más de ellos. Pero ellos tampoco son locos. Nadie quiere que se produzcan apropiaciones o abigeatos que no sean anecdóticos.

- Ahora entiendo -analizó Pedro: alguien les pasó el parte de lo sucedido en la comida.

- Es lo más probable. Lo que no me cierra es la mano sobre el hombro que mencionaste -caviló el hijo de García.

Se tomaron unos fernet con cola y devoraron una señora picada antes del volver. Una vez en la ruta, torcieron el rumbo hacia Tío Cué.

XIV

Mientras Pedro y Don Carlitos iban hasta la manga, Hernanjo aprovechó para charlar con Vega Obligado. Quería escuchar su versión del Who's who en la zona. Estaba incapacitado para identificar a propios y ajenos. Vega, por su parte, le generaba la mayor de las confianzas. A veces, un forastero entiende mejor las cosas porque las ve desde afuera. Con las manos apoyadas en el primer hilo del alambrado, vieron salir a los otros dos.

- Si, a mí me pareció medio una payasada la comida de anoche -escupió el encargado, haciendo una mueca de asco con la boca-; todos sabemos que los Santillán tienen trato fluído con la gente de aquí. Cuando me contó don Carlitos la convocatoria de Marcial nos quedamos analizando sus eventuales motivaciones...

- ... ¿y? -apuró Hernanjo, mirando ahora a su interlocutor- ¿a qué conclusiones llegaron?

- ... nada, no pudimos desentrañar sus razones -contestó el gaucho, con la vista fija en el horizonte.

Se quedaron un rato en silencio. De pronto, Vega le puso una mano en el hombro a Hernanjo, lo palmeó y lo invitó a pasear por el casco.

- Siento que puedo confiar en vos -le confesó el paisano. Si estuviera en tu lugar -vos no tenés una porción grande de tierra, pero estás socialmente bien reconocido aquí- procuraría alguna clase de fortaleza. Ahora estás en un punto de equilibrio: te hiciste respetar. Pero los Santillán van a querer cobrártela. No pueden permitir la humillación, porque les arruina el negocio. Cuando ellos vayan por vos, todos se van a hacer los giles; nadie va a salir en tu defensa.

- ¿Qué se te ocurre? -inquirió Hernanjo, más preocupado que cuando llegó.

- ¿Tenés fortuna?

- No.

- ¿Estás armado o dispuesto a matar?

Hernanjo se mordió los labios, mientras negaba con su cabeza.

- Entonces necesitás más fuerza -y antes de que Hernanjo pudiera consultarlo acerca del cómo, agregó: lo único que se me ocurre es que vayas a Ayacucho y busques gente que esté dispuesta a trabajar en el campo. ¿Tenés lugar en tu casa?

- Algo.

- ¿Cuántos podés alojar?

- Seis, cómodos; ocho con toda la furia.

- No está mal. Las compañías de trabajo nunca superan las diez personas. Te vas mañana al Génesis, que hay partido según escuché en la radio. El club queda murallas afuera. Como es un clásico, va a haber mucha gente. Juegan Pittilongo contra Chavalongo. En el tercer tiempo vas a poder tomar contacto con ellos y convocarlos para trabajar. En las afueras de los pueblos suele estacionarse gente que ha decidido abandonar la claustrofóbica Buenos Aires a esperar que les suceda algo como lo que vas a proponerles. Son chicos jovenes, más o menos de tu edad, que juegan al fútbol para bancarse los gastos. Hay mucha plata de apuestas en juego. Una mala vida, y breve. Hay algunos que ya están en condiciones de retirarse . Tratá de hablar con Rodrigo, de Chavalongo, para ver si a la Vieja, Nacho o Fernando les interesa tu ofrecimiento. Son mejores personas que futbolístas, pobres. En Pittilongo, en cambio, no vas a encontrar muy buen material humano, pero ya verás el nivel deportivo que tienen. Son una máquina. Filtrá: preguntá por Félix o por Damián, no más; el resto no te va a servir para trabajar. Te vas a divertir, pero no vas a salir de pobre.

- ¿No me acompañarías? -lo invitó tímidamente Hernanjo.

Vega Obligado sonrió, cómplice, y lo miró de coté: "¿por qué no?

- ¡Sos un santo! -exclamó Hernanjo.

- Dejame hablarlo con Don Carlitos, que no creo que ponga inconvenientes. Le voy a contar de estas ideas tuyas -remarcó la propiedad intelectual con los dedos haciendo comillas- para ver si me da permiso de acompañarte. El trayecto no es corto: serán unos 50 kilómetros. Yo pienso ir con Gato y con el Lunar, ¿vos?

- Con el Mancha y el Amigo -completó, entusiasmado. Serán todos caballos criollos, por lo que veo.

- Vos pensás que te hago un favor, pero el afortunado soy yo -aportó Vega; yo vine a esto.

Hernanjo entrecerró los ojos y tensó una sonrisa pícara para que aquél complete su sentencia.

- Vamos a ganarles a los Santillán. La Compañía realizará trabajos para todo el mundo. Tal vez vos puedas conseguir que los propietarios de algunos campos abandonados quieran que vos se los hagas producir. Aunque más no sea para no perderlos. En una de ésas nos encontramos con algunas hectáreas que no son de nadie y las podemos trabajar para nosotros mismos.

La conferencia se selló con un choque de manos y una mirada intensa. Los jinetes llegaron de la manga por la noche. Don Carlitos pidió que los invitados se quedaran a comer una carbonada.

Con unos vinos, en la cocina, Pedro se puso al tanto del plan. Primero llegó Vega, que les guiñó un ojo; luego, don Carlitos trajo una botella de champagna y cuatro copitas entre los dedos. "Por el éxito de la misión", dijo, y se preparó para el descorche. Cuando ofreció la copa rebosante a su joven vecino, le explicó con los ojos humedecidos: "Vos sabés lo que yo quiero a tu viejo; jugamos a pelearnos, pero nos adoramos". Llenó las otras tres copas, alzó la suya y, con una jovialidad que hasta ahora no había demostrado, les dio una serie de consejos vitales para el buen suceso de la Operación Génesis.

Esa noche tomaron vino y champagna en cantidades navegables. "Total, el peso recae en los pobres fletes", festejaba Carlitos.

Al despedirse, todos se abrazaron largamente. "Te buscamos a las nueve", le dijeron a Vega, que tenía los ojos encendidos de la emoción y brillosos por el alcohol.

XV

Al final, Pedro se quedó cuidando la casa y encaró las adecuaciones requeridas por el aumento poblacional. Convertirían al estar en cuadra, concentrarían el comedor en la cocina y cerrarían la galería con algo para convertirlo en living; las camas serían catres comprados en Fulton, donde también adquirieron caballos -que llevarían a tiro-, algún apero y riendas para que montaran los que aceptaran el desafío.
Vega y Hernanjo, con Mancha y Gato, encabezaban la procesión; una llegua madrina de tiro convocaba a la tropilla con el sonar del cencerro. Fueron campo adentro, analizando las potenciales tierras productivas que se salvaron de aquella sequía feroz de principios del siglo, e identificando terrenos baldíos. En La Victoria tomaron por el camino de tierra que pasa por Cangallo.
Llegaron a la tardecita. Ingresaron por la ruta 50 y encararon directamente al legendario Estadio Municipal. Los jugadores ya confraternizaban en el tercer tiempo, en el bar. Las anécdotas superaban la destreza que el público había podido observar desde las gradas. Los de camiseta morada lamentaban que la Vieja hubiera tapado con su espalda la única pelota con dirección al arco; Pittilongo festejaba, al palo, un triunfo ajustado.
La entrada de los dos paisanos produjo un silencio inquisitivo. Vega era conocido por su certera intervención en las guitarreadas festivas de la Semana del Ternero. Eso lo animó a pararse en una silla y realizar la convocatoria: "No tenemos para ofrecer otra cosa que trabajo, techo, comida y futuro; la Providencia dirá si habrá algo para repartir", concluyó.
Faltaba pedir sangre sudor y lágrimas. La inmovilidad le ganaba al silencio. Se hicieron algunas preguntas y, luego, comenzaron tímidamente las anotaciones. Uno pidió consultar en su casa. "Nadie que clave el arado y luego mire para atrás es digno de esta tarea", sentenció Vega Obligado; "en todo caso cuando vuelvas, este fin de semana, pasás y lo hablás", negoció Hernanjo.
A esta altura de la soirée era claro que Vega sabía quiénes iban a aceptar el convite y porqué razones. Eran prácticamente los nombres que había anticipado la noche anterior. Al sumar el octavo cerraron la lista. Un par solicitó ser tenido en cuenta por si se abrían vacantes.
Durmieron en el vestuario, sobre sus recados y, bien de madrugada, salieron. Almorzaron en Cangallo. Durmieron una breve siesta en el montecito de la estación. De regreso por los mismos lugares, ya empezaron a asignar tareas a cada uno. Todos menos Fernando, que colaboraría con Pedro en la adecuación del casco tropero.
Al principio, Vega se sentía dividido entre Tío Cué y Las Tropas. Luego, lo tomó la conducción operativa de todo el grupo con más naturalidad; Don Carlitos se convirtió en una especie de asesor técnico de la Compañía y Hernanjo, en el numen del proyecto.
En poco tiempo pudieron cerrar los primeros acuerdos con los propietarios desterrados para explotar sus antiguas posesiones.
Una tarde, con el crepúsculo, se escuchó un enjambre motorizado que se detuvo en la tranquera. Curiosamente, se escuchó aplaudir educadamente llamando a abrir. Hernanjo se hizo presente ante el mismísimo León Santillán. Casco en la izquierda, le ofrecía la diestra. No la dejó tendida. La joven promesa del cruce de Fulton la tomó con firmeza. Se miraron a los ojos, con respeto.
"¿Querés pasar?", invitó Hernanjo. "Cómo no; muchas gracias", replicó el motoquero. No hubo referencia alguna al pasado ni reproches de ningún tipo.
"Vos pensarás que soy un malandra -disparó Santillán, sentado en la galería-, pero nosotros tenemos nuestros códigos. Yo creía que vos eras un heredero malcriado que no merecía su legado. Te habrán dicho que nosotros trabajamos para gente muy poderosa, lo que es cierto; pero también respetamos al laburante. Ustedes han demostrado ser mucho más que éso".
Sin más, agradeció los mates y se puso de pie. La comitiva local lo acompañó en un silencio conmovedor hasta la tranquera. Del lado externo, la cohorte motoquera los saludó con dos dedos para levantar imperceptiblemente la visera de sus cascos y, una vez que se montara el león, salió detrás de él por el acceso, camino de Iraola... o donde fuera a ir.
La Compañía podía dormir en los laureles del extraño evento. No obstante, continuó construyendo defensas, trampas y barricadas, en todo su dominio, por si las moscas. Además, intensificaron su entrenamiento, adoptaron algunas reglas de empeñamiento y diseñaron algunas estrategias operacionales.
Para vestir, compraron ponchos salteños de hilo. Un modo de identificarse. Las botas y las polainas hacían el resto. Las jerarquías se evidenciaban en la cabeza: Hernanjo llevaba un chambergo negro con un cintillo bordeaux; Pedro y Vega, no llevaban la cinta colorida, y el resto portaba boina colorada.
Los fines de semana se iban para Ayacucho desfilando con sus tacuaras por la ruta 74. Era un recurso disuasorio. Allí acampaban en un galpón de la vieja Rural, que tenía un corral para los animales. Practicaban públicamente sus destrezas.
Uno de ésos viernes, poco antes de salir para el pueblo, recibieron la visita de los Santillán. Estaban todos uniformados, ensillando, cuando Pedro recibió la cédula de notificación de manos de uno de los encascados. La Guardia Bonaerense los citaba a la Base Aérea de Tandil, a la mayor brevedad posible. El sobre era elocuente: "URGENTE - EN MANO". Esta última semana, la cuestión de los vuelos de las escuadras se habían vuelto más que diarios; eran casi permanentes.
XVI
En quince minutos la Compañía salía uniformada y en formación por la entrada del embarcadoero, que da a la ruta 74. Esta vez en lugar de doblar hacia la izquerda, como todos los viernes, tomó para la derecha en dirección de Tandil. Iban en filas de a dos, con las tacuaras en alto, ahora adornadas por cintillos celestes, blancos y verdes.
Al cruzar la vía, se quedaron sin aliento al ver avanzar a Marcial montado en un tordillo blanco, encabezando a una formación de cuatro compañías, de cuaro filas de ocho jinetes cada una, ocupando todo el ancho del camino.
Pudieron observar que el primer grupo era específicamente de Tandileofú, seguido por dos de Iraola y uno de Fulton. La patrulla de los Santillán cubría la retaguardia, con el León al medio y sus dos laderos, a los costados.
La Compañía de Las Tropas los continuó. Al pasar por el acceso alcanzaron a divisar a García, que encabezaba una unidad que avanzaba desde Fulton.
A lo largo de la travesía se entonaron canciones patrias del folklore y alguna que otra marcha militar. En los intervalos también se escuchó "Gente del Futuro", de Cantilo, y un dúo rebelde intentó cantar "Metegol", de Raúl Porchetto, pero fue silenciado por miradas llenas de ira.
A lo largo del camino se fueron sumando partidas. En la rotonda del cruce con la 226 vieron avanzar lentamente camionetas llenas de infantes desde Balcarce y un frente de motos que venían desde Barker. Hubo una parada en el monumento a los Autoconvocados y se rezó la Oración por la Patria ante la Virgen del Piquete. Hernanjo se conmovió al ver lágrimas en los ojos de los hombres más grandes, en tamaño y en edad. Algunos se abrazaban. Cuando por fin tomaron en dirección de la Base, Vega todavía estrechaba a un señor que, de rodillas, rezaba inmóvil a Nuestra Señora. "Vamos, compañero", lo animó.
Kilómetros antes de llegar, la aglomeración era significativa. Las amplias banquinas estaban llenas de hombres y mujeres con las más variadas vestimentas, pero de evidente corte castrense; había también vehículos, caballos, motos, camionetas, camiones, triciclos.
Apostada la tropa, una delegación oficial, se dirigió a la Base a presentar las papeletas. Adentro, había solamente miembros de la Guardia Bonaerense, con uniforme de combate y oficiales de las diversas agrupaciones de reservistas, como ellos. Las pistas estaban llenas de aviones y avionetas que salían y llegaban, igual que el helipuerto.
Una vez anunciado, se les presentó el responsable de la reserva. Preguntó por el señor Pereyra Yraola. Marcial lo saludó, flanqueado por Hernanjo y por García, y recibió las instrucciones.
- Se teme que los patagónicos, con apoyo británico y chileno, intenten el avance terrestre. Hay un dispositivo poderoso a la altura de Bahía Blanca y otros, como el de defensa artillada en la zanja de Alsina. Pero si lograran pasar, ustedes serían la última barrera importante hasta la ruta 6. Nuestra misión es proteger la base aérea.
- Muy bien; usted dirá -se cuadró Marcial.
- Avancen hasta Acelain y pregunte por el Comandante Gonzalo. El dispondrá de ustedes y les asignará una plaza para acampar.
Marcial bajó la mirada a la sola mención de su reporte de armas y se tapó disimuladamente la cara. Hernanjo, que pensó que su conductor se había preocupado, intentó tener más precisiones:
- ¿De cuánto tiempo estamos hablando, señor?
- Eso es más difícil de definir. ¿Semanas, meses...?
- ¿Meses? -exclamaron Marcial y Hernanjo, casi al mismo tiempo-; ¿y qué va a ser de la producción?
- No se preocupen ahora por éso. Evidentemente, no llegan a entender la magnitud del conflicto -respondió el oficial, gravemente-; se les pagará un salario para mantener a sus familias y se les facilitará el rancho y las carpas.
Los paisanos enmudecieron pensando en que sus planes quedarían truncados. Hernanjo miró en dirección de sus nuevos colaboradores, pero estaban muy lejos de ahí. El bonarense continuó: "La Argentina está en un proceso de secesión. Algunas provincias denunciaron el Pacto de San José de Flores y reclamaron el reconocimiento de la Unión Sudamericana de Naciones. Además de lo mentado respecto de los patagónicos, los cuyanos se apoyan también algo en Chile y los mesopotámicos actúan en forma coordinada con el país de los Gaúchos". Ante la mirada absorta de la criollada, concluyó diciendo: "No se preocupen. En mi opinión, esto no va a durar mucho y, personalmente, no creo que pase a mayores. El eje San Pablo - Buenos Aires sigue siendo la alianza más poderosa del continente y depende, en gran medida, de lo que saben producir".
A Marcial le alcanzó con la frase esperanzadora para adaptarse: "¿cuándo tenemos que salir para Acelain?"
- Ahora mismo, si quiere. Busque al Comandante en el castillo, que sirve ahora de casino de oficiales. No les van a faltar comodidades -abundó, guiñándoles el ojo. Si todo sale como está previsto, en unas semanas podrían mantener guardias e ir turnándose para retornar a sus actividades habituales.
El oficial hizo un saludo militar. Marcial y sus dos laderos lo saludaron con la mano. Al rato estaban de nuevo en sus monturas, camino de Vela.
XVII
El 9 de diciembre de 2024, el gobernador Julián Domínguez transmitió un mensaje que pudo ver toda la oficialidad en el living de la estancia que parió a la Gloria de Don Ramiro.
"Hermanos y hermanas bonaerenses: Tengo el inmenso agrado y honor de informarles que hemos firmado un acuerdo de paz con nuestros vecinos para integrarnos fraternalmente como un bloque de naciones independientes al Unasur. El sueño de la Patria Grande se cumple en la exacta fecha del Bicentenario de la Emancipación Americana. Con el objeto de honrar esa memoria, lo hemos consagrado en la ciudad de Ayacucho. Todos hemos vivido momentos difíciles en estas últimas semanas. Como gobernante, les pido disculpas y, al mismo tiempo, les agradezco en nombre de la Paz y del futuro de nuestra querida Patria".
Una vez concluída la transmisión, el Comandante Gonzalo Llambí, que ya estaba instruído por los altos mandos, les anunció que todos podían marcharse. Como despedida, recibiría a cada uno de los oficiales en el escritorio.
A medida que iban pasando, Hernanjo intentó hablar con su padre. Su madre le dijo que acababa de ser trasladado a San Pablo como delegado de la Provincia. Era un premio, ya que se había pasado los últimos días negociando los acuerdos en Ayacucho. A Hernanjo le impresionó lo cerca que habían estado; se le entrecortó la voz. "Sí, quiso pasar a saludarte; pero era una misión ultraconfidencial. De hecho, hablábamos una vez por día y muy poquito. No podía decir nada. Antes de partir a San Pablo me contó que había estado casi todo el tiempo en el Plaza Hotel y que se había podido cruzar alguna que otra vez al Comercio, que está enfrente, a comer o a la Municipalidad, por alguna formalidad. Tengo entendido que, una vez firmado, le permitieron sobrevolar Acelain antes de volver a Buenos Aires. Ya lo vas a ver a la vuelta de San Pablo".
Al comparecer ante Llambí, el Comandante de la Reserva le dio un abrazo, le dijo que había hablado la noche anterior con su padre aunque muy brevemente. Usó su tono más formal para expresarle que, en reconocimiento por su generosa colaboración, la Patria le reconocía en forma colectiva a la Compañía de Las Tropas los títulos de propiedad de aquellos terrenos que no eran reclamados por ningún titular.
No esperó un solo segundo para anunciárselo a Vega y a Pedro; se abrazaron y bailaron en circulos a los saltos.
La Compañía retornó esa misma tarde, luego de un asado festivo y de una emotiva despedida. En Las Tropas, lo primero que hicieron fue una oración de acción de gracias al Sagrado Corazón, cuya imagen preside la casa; luego, hicieron una reunión de trabajo y formalizaron una división el trabajo que venían charlando: Vega se ocuparía de La Esperanza y Pedro, de un área que denominaron La Paz.
De amores, mejor no hablar. La distancia y el aislamiento en Acelain lo hizo recapacitar respecto de sus expectativas para con Rochi: "somos primos", pensó, y se dispuso a hablarlo con ella. Lucas le informó que Rochi y Ceci se habían ido a vivir a Tandil, por la beligerancia. No quiso esperar su regreso. Había que poner punto final a las cosas.
Al día siguiente, llegó a la casa de los Pereyra en el Golf y, antes de que pudiera decirle nada, vio en sus ojos una mirada comprensiva. Se sentaron en el jardín y charlaron de todo, pero de nada. Al despedirse, fueron cuidadoso con las expectativas del otro. "Dale, nos hablamos", se dijeron genéricamente.
Cuando se disponía a salir por el portal de Falucho, vio que los muros de la ciudad caían y que eran numerosos los muchachos que, bagallo en mano, se internaban campo adentro. Intentó contarlos, pero fue imposible. Se cumplía la profecía de Miguel Cantilo.+

Punta del Este, 04-01-09