El Club


SÁBADO 21 DE JULIO DE 2007

El Club



LA PROFANACIÓN

I

Como solía suceder, cerca de la medianoche una veintena desapareció, y unos pocos demorados nos quedamos solos para disfrutar de la vieja casa de la calle Bolívar casi llegando a Belgrano.
Todos los meses era la misma práctica: un socio traía una víctima para el sacrificio culinario, otro donaba la bebida de su propia bodega y el Club prestaba la cocina o, como en este caso, el altar parrillero de la azotea. Hasta proveía al sacerdote de la ceremonia.
Corrimos los platos y los vasos, y José se puso a mezclar y a barajar. Era evidente que ni aun en el Club podía despegarse de su trabajo: mientras repartía verificaba si había entregado las cantidades exactas, como todo auditor que se precie.
Nos vencía la modorra, pero teníamos toda una noche por delante. Además, todavía quedaban vino y bombones que alguien había traído para después del postre.
Ahora le tocaba repartir a Enrique. Se lo veía entusiasmado como un chico: a pesar de sus veinticinco años no había dejado de ser un adolescente.
–No se puede creer lo que comió Pipa –dije, arrancando con el ranking de glotones de esa noche–. ¡Más bien devoró, el muy bestia!
Enrique sonrió.
–¡Vos porque no lo seguiste al colorado Menéndez... –dijo–. ¡Tragó cantidades navegables!
–Es que tiene el campo inundado –replicó Félix–. Y la bebida lo ayuda a ahogar las penas.
José presentó a su favorito:
–¿Y Guillermo? –preguntó, divertido–. Es más barato comprarle un traje que invitarlo a comer.
–Depende de qué traje, porque el de Pereda no vale ni un vaso de Cavic.
–¡Ese viejo amarrete tiene más campo que todos nosotros! –señaló Félix (justo él que, entre otras cosas, es el principal productor de Aberdeen Angus del país)–. Preguntale, y vas a ver que debe comer acá para saltearse el almuerzo de mañana.
–¡Como si no le alcanzara la guita!
–Nos podría invitar a todos cada vez que se le diera la gana.
–Suerte que comí poco –me atajé–. No sea cosa que después me cuereen a mí también cuando me vaya.
–¿¡Poco!? –preguntó José, haciéndose el sorprendido–. Si eso es poco, cuando comés mucho tendrías que correrte hasta el Mercado de Liniers para ahorrarte el flete.
–Mamá dice que estoy creciendo –me excusé–. Además, quise hacerle honores a esta delicia, pero se ve que se me fue la mano.
–Adela te diría eso hace diez años –cortó Félix, irónicamente-. Pero te aviso que a tu edad ya no necesitás tragar como el hipopótamo de Pumper. Buscate una mejor excusa.
Ahora me tocaba repartir a mí. Era la oportunidad para imprimir mi propio ritmo al partido. No me cambiaba por nadie en el mundo. Mis amigos y el Club me daban lo que la vida me había sacado abruptamente: una figura paterna. Ese padre que conocí más por fotos y por cuentos que por los cinco años que compartimos. Los consejos, sus anécdotas y las enseñanzas venían ahora de la mano de esa gente tan parecida a mi familia y con la que tenía tantas cosas en común.
Para mí era un verdadero privilegio poder sentarme esa noche con dos personajes como Félix Lamarca, un estanciero portentoso, y con el contador José Belaunde, célebre auditor de empresas a pesar de sus cuarenta y cinco años. Enrique De las Carreras, en cambio, era un chiquilín y un gran amigo. Uno de esos con los que uno no tiene nada que hablar ni que explicar, y con los que alcanza con una mirada (porque expresar ciertas cosas tan íntimas y profundas nos crearía una galleta terrible; nuestras palabras nunca estarían a la altura como para tratar con delicadeza semejantes cuestiones).
El cordero había estado exquisito, y un recio malbec colaboró con su digestión. Las botellas se iban acomodando vertiginosamente en un costado de la larga mesa.
De golpe se escuchó un terrible portazo.
–¿Qué habrá sido eso? –pregunté.
–¿Qué se yo? –respondió vagamente Félix con esa frialdad propia de una persona que está más allá de las cosas–. ¿A quién le tocaba?
–Si dio Enrique, me toca a mí –dije, consultando distraídamente los naipes. No podía dejar de pensar en aquél estruendo, pero siempre fui prudente para manifestar sentimientos o debilidades. Por suerte había uno más débil que yo.
–Discúlpenme –advirtió Enrique–, pero ese ruido a mí no me gustó nada.
De repente oímos voces desde la azotea. Nos miramos. Estábamos confundidos. Teníamos una mezcla de temor y curiosidad.
No eran gritos autoritarios, como los que podría dar un ladrón; ni mucho menos el casero, que ya había abandonado su posición en la parrilla para irse a dormir. Una voz firme lideraba el coro de murmullos.
Aún sentados en nuestras sillas los vimos bajar a los cinco, uno a uno, por las escaleras de madera que vienen desde la terraza hasta el comedor del primer piso. Vestían cierta clase de uniforme que en un primer momento no alcancé a identificar. Sus caras me resultaron conocidas, pero no familiares. Bajaban cada peldaño con prudente impetuosidad. Nadie los había invitado a entrar al círculo íntimo del antiguo Club, pero ahí estaban. Sin que pudiéramos pestañar o movernos, nos encontramos a pocos metros de distancia estudiándonos unos a otros.
Nunca había visto a alguien que no fuera socio profanar el lugar. Los casi ciento cincuenta años de existencia habían forjado una vida social muy particular, con códigos férreamente cultivados por décadas. El Club tenía algo de logia. Miembros de las familias patricias habían formado allí organizaciones políticas y habían cerrado, fuera de su sede –como corresponde al buen gusto y a las buenas costumbres-, pingües negocios. Pero, ahora, cinco personajes se animaban a desafiar esa privacidad. Cuando el que encabezaba la fila estaba por abrir la boca, pude reconocerlos.
–No se asusten, soy Tellechea –dijo–. Probablemente me conozcan por los diarios, pero no hay ninguna intención de hacerles daño.
Como para no tenerle miedo. Armando Tellechea era un delincuente sin ninguna clase de códigos, que provenía del submundo del hampa y había terminado colaborando con el último gobierno militar. Yo mismo había cubierto para el diario el momento de su detención. ¿Qué hacía allí, con nosotros? Era evidente que se había fugado, pero… ¿de dónde?
–No queremos escapar –continuó, como si me hubiese leído el pensamiento–, sino llamar a la Policía para que nos vengan a buscar. No seremos un problema para ustedes. Tuvimos que descolgarnos por las terrazas debido a un incendio en nuestro lugar de reclusión, la Unidad Penal Especial N°4 –hizo una pausa, nos miró a cada uno–. Les presento a mis compañeros de infortunio –siguió diciendo con serena autoridad–: José Pérez, el juez Beltramo, Andrés de la Pola y el coronel Martinelli.
Los pude reconocer a todos, pero guardé un cauteloso silencio al igual que el resto de mis compañeros, que permanecían tan inmóviles como yo. El tal José Pérez había sido el ministro coordinador en el único gobierno democrático de extrema derecha que inventó un sistema de escuadrones de la muerte, que funcionaban en forma parapolicial; Beltramo era un juez de poca monta, que había favorecido a una organización de cuatreros; de la Pola, un funcionario acusado de corrupción, había pertenecido al último gobierno, y Martinelli se levantaba, cada dos por tres, contra el gobierno democrático que rigiera.
Entonces, Félix Lamarca tomó la palabra, y su aplomo logró tranquilizarme.
–Siéntense, por favor, señores –dijo, dominando la situación y dirigiéndose a mí–. Diego, pedile a López que llame a la Policía y que traiga café.
–…agradezco su hospitalidad –decía Tellechea a mi regreso–. Repito que no queremos fugarnos. No es que estemos en el Paraíso, pero no nos podemos quejar.
–¿De qué presidio habla? –preguntó Félix–. Que yo sepa, detrás de nosotros está el edificio de una asociación de empresarios.
–¿Ve?, nadie sabe. Se trata de una de esas cárceles que la gilada conoce como VIP. No tiene forma exterior ni interior de penal, el régimen de visitas es menos rígido y cuenta con algunas comodidades. La famosa jaula de oro, que le dicen. Pero de ahí no se sale así nomás.
–Tienen razón en querer volver –Félix sonrió con ironía-. Parecería ser que están mejor adentro que afuera.
Sigilosamente, el coronel, el magistrado y ambos funcionarios, se habían ido ubicando en una punta de la mesa, en el extremo que no estaba ocupado por las botellas vacías.
El breve dialogo había dejado un silencio tirante cuando llegó López con los cafés.
–No hubo que llamar –informó–. La Policía está en la puerta y en la terraza. Vamos a tener que quedarnos acá.
Los cafés se sirvieron tratando de esquivar las cartas para no dejarlas en evidencia. No había ninguna intención de ayudar a esas lacras sociales a pasar bien el rato. Había cortesía de nuestra parte, pero sin llegar a la amabilidad. De todos modos, y conociendo a Félix como lo conozco desde chico, él no nos hubiese dejado acercarnos demasiado a ellos. Manejó la situación para delimitar los territorios, para mantener las cosas en ese sutil límite que obligaba su caballerosidad.
Le pegué un vistazo a Pérez. Petiso, encorvado, sentado con las manos entrelazadas mirando al piso, con el rostro chupado, había manejado el país pero ahora dependía de la insulina con desesperación.
–López, avísele a la policía –dijo Félix–. No vaya a ser cosa de que se nos muera acá.
–Gracias, señor, muchas gracias –la voz de Pérez era un hilo, mientras le agarraba con insistencia el brazo. Me dio la impresión de que estaba abrumado, vencido por los hechos.
–¿Y cómo fue lo del incendio? –interrogó Félix a Tellechea, incómodo por la pegajosa actitud de Pérez.
–Aparentemente intencional. Lo cierto es que el único que se largó fue el gringo Martínez Giovanelli, un traficante regional con muy buenas conexiones en toda Sudamérica –Tellechea hizo silencio, y luego prosiguió con voz quejosa–. Él puede escapar, que nunca lo van a volver a meter preso. Pero si nos agarran a nosotros, nos mandan directamente a los penales comunes.
El timbre sonó más fuerte que nunca. Saltamos de nuestras sillas y nos dirigimos escaleras abajo hasta la entrada, como si supiéramos que la Policía había traído un celular y que llevaría a los detenidos a otro presidio VIP en donde se apretarían un poco hasta que la UPE N°4 estuviera nuevamente en condiciones.
Me quedé pensando en la ironía: apenas a la vuelta del Club, no sabíamos desde cuándo ni por qué, cinco de los más repulsivos personeros de la corrupción argentina pasaban cómodamente sus vidas sin que nadie lo supiera.



II


Esa noche no pude pegar un ojo.
Daba vueltas en la cama, ansioso por lo que había vivido.
Por primera vez había sido protagonista de una noticia. Ya no era el cronista de los hechos, como cuando cayó el propio Tellechea o como cuando se produjo el levantamiento de Martinelli. Ahora yo formaba parte de la escena.
Las palabras de Tellechea sobre Martínez Giovanelli eran toda una denuncia. De entrada sentí la necesidad de que la opinión pública las conociera. Sin embargo, estaba absolutamente seguro de que Félix no me permitiría dar a conocer la noticia; más aún, la taparía como fuera con tal de que ni él ni el Club trascendiesen. Había que haberlo visto manejarse en esas horas calientes y, especialmente, la forma en que colaboró con delincuentes y policías de modo de no ganarse enemigos. Era evidente cómo buscó que nadie se sintiese molesto y que el episodio pasase desapercibido para el común de la gente. De todos modos, no era la primera vez que evitaba la difusión de sucesos que involucraran al Club o a algunos de sus socios.
Esta vez dependía de mí que la noticia se filtrara. ¿Qué debería hacer? No tenía nada que reprocharle a Félix. Al contrario, junto con otros cuantos amigos del Club había ayudado mucho a mamá cuando murió papá. Yo era muy chico, y todo lo que sé de esa época me lo relataron ella y mis tíos, o Félix y la gente del Club.
El quería mucho a papá. Siempre me cuenta alguna historia de cuando eran chicos, o me hace alguna comparación donde mi viejo se constituía en el parámetro de algo. Y no sólo Félix me hace sentir lo querido que fue mi viejo. Muchos de los habitués de las comidas mensuales eran amigos de papá, y siempre tienen un comentario sobre él. Por eso es que siento al Club como si fuera mi casa, como algo entrañable.
Algunas de esas anécdotas me permiten reconstruir su historia: ubican a papá en un yacht, navegando por el Paraná, totalmente borracho; otras, a bordo de un Jeep, armado con una escopeta en expediciones de caza por el sur precordillerano. Muchas historias, las más, tienen como epicentro al Club. Cuando remontó un partido de paleta en el que perdía por veinte tantos, la vuelta en la que cantó falta envido y lo ganó con veintitrés, el día en que el peluquero le cortó la oreja. Y cada una sucedía en un lugar distinto del Club. Aquella vez que se trajo un capón del campo y se le prendió fuego, en la terraza; sus intervenciones en las comidas, en el comedor; los partidos de truco en el living de la planta baja; la tarde en que llegó de afuera con el pantalón manchado en la cola, en el baño; el día en que se agarró a trompadas desnudo, en el vestuario.
Pero todo eso lo sé por otros. Para mí, el no haberlo tenido al viejo es algo inexplicable.
Muchas veces llego temprano al Club para sentirlo, para encontrarlo, para que conversemos. Le cuento de mis cosas, de lo que me hubiese gustado compartir con él esos ratos en el Club. Con sus amigos que son los míos.
Me habría gustado que me hubiese visto seguirle los pasos en el diario, cosechando felicitaciones de quienes fueron sus compañeros de redacción.
Entre las sombras de los muebles enfundados del living del primer piso le pregunto si no habré seguido esta vida para suponer cómo pudo haber sido la suya.
Eso es lo que me garantiza lo bien que nos hubiésemos llevado, porque lo que hago me encanta. Me gusta mi trabajo, irme a la tardecita para el Club. Tomo el bajo y camino unas pocas cuadras hasta Moreno. A la noche, vuelvo por Balcarce y 25 de mayo hasta la Plaza San Martín.
Vivo con mamá y con mi hermana. Carmen estaba en el vientre materno cuando papá murió. Es una gran compañía para ella, porque yo estoy muy poco en casa.
De más está decir que mamá no conoce el Club, simplemente porque no está permitido el ingreso de mujeres –como tampoco el uso de telefonía móvil: hay una cabina telefónica para alguna emergencia, y un sistema de códigos para encubrir a los aventureros.
Me encanta el Club, su ambiente, el clima que logramos entre todos. Es fascinante compartir horas con gente que uno no trata fuera de él, con la que se hablan pocas cosas en serio. Uno los escucha cuando hay algo importante que saber, y a su vez es escuchado cuando quiere compartir algo significativo. Pero no es un ámbito de conversaciones profundas. Ahí hay distracción y farra corrida. Hay paleta, truco, masajista, peluquero y hasta una vitrina que recuerda los sucesos que tuvieron al Club como protagonista: la foto del general Mitre usando la tribuna para dirigirse a sus seguidores, que lo escuchaban desde la cancha; la carta de renuncia del presidente Juárez Celman, que escribió en la mesa del living rodeado de sus amigos y colaboradores; la placa que donó Marcelo Torcuato de Alvear después de realizar dos reuniones de gabinete.
El Club es una institución que continúa generación tras generación.
Mi padre había sido periodista y, en la medida que pudo, escritor; mi abuelo dedicó su vida a la política, alcanzando la primera magistratura durante dos años por el mecanismo de acefalía. Mi legado era de honor, no de dinero. Llevo seis generaciones en esta tierra y me honra decir que desciendo del brigadier general Don Juan Manuel de Rosas.
Ya sé que cuando llego temprano y le hablo a Papá, sólo me descargo. Pero a la noche, cuando me toca apagar la luz y cerrar la puerta de casa, siento que Papá me acompaña, me palmea la espalda y me larga algún consejo.



III


A la mañana siguiente estaba enloquecido por el entusiasmo y la confusión.
Sentía que era mi gran día, pero no me animaba a reconocerlo.
Sabía que el éxito implicaba sacrificios y combates para ganar la batalla; y el peor combate es siempre el que se mantiene contra uno mismo.
Me traté de concentrar en la noticia en sí misma para dimensionarla, para enmarcarla en la realidad.
Mientras me bañaba escuché la radio y la seguí después, con el mate y el diario en la mano.
Lógicamente, la noticia no estaba en los diarios y la radio la daba como un despacho de último momento.
Era imposible obtener la perspectiva de un tercero.
Para colmo de males, el cable informativo era uno de alerta; es decir, muy escueto.
Decía más o menos así: “Una veintena de presos escaparon anoche de las llamas, a raíz de un incendio en la Unidad Penal Especial N°4, situada en Moreno entre Balcarce y Bolívar. En un principio no se habían registrado fugas entre los internos, que se encuentran en el Departamento Central de Policía a la espera de su reubicación en otros institutos carcelarios”.
No especificaba nombres ni mucho menos la causa aparente.
Yo tenía esa información, y más. Había sido testigo directo del episodio, podía sumar datos a la investigación periodística y a la especulación.
A mi juicio, el cable debió haber estado dirigido a la fuga del narcotraficante más que a la dispersión de los presos. ¿estarían encubriéndola o sería que a la evasión la habían provocado desde la misma Policía?
El deber me imponía hablar, pero involucraría directamente al Club. No podía poner esos datos en la mesa sin explicar de dónde los había tomado. A mi edad, hace falta algo más que información para ser creíble. Los editores pueden necesitar alguna evidencia o algo que revele cómo había obtenido la información. Caso contrario, podrían sospechar que tuviera conversaciones secretas con la policía o con alguna banda. Eso no estaría mal, siempre y cuando mantuviera informado a mis superiores.
Venían a mi mente esos grandes periodistas que se acercaban a un escritorio en donde se trataba el tema del día para “batir alguna justa”, sin discutirlas demasiado ni agregar elementos para obtener credibilidad. Sentenciaban: “esa es la data que yo manejo; tomala o dejala”, y se iban sin más.
Pero yo no podía hacer eso. De hecho, lo podía hacer, pero no me hubiese servido de nada.
En realidad, tampoco podía ocultar que yo estaba allí esa noche. No fuera cosa que la denuncia policial trascendiera y me vinieran a pedir explicaciones. Eso podía ser fatal para mí: una cosa era dejar de aprovechar una de esas grandes oportunidades que suceden en la vida de uno; otra, muy otra, era que descubran que yo no estaba cumpliendo plenamente con mi deber, que ocultaba información a mis superiores, al diario y, peor aún, a los lectores.
Desesperado, agarré el teléfono y empecé a llamar a algunos amigos del Club. Por lo menos a quienes me habían acompañado esa noche. Pero ¿llamaría a Félix? Sabía perfectamente lo que me diría, por lo que lo dejaría para el final, por si hiciera falta. Empecé por el más inteligente, fuera del patriarca.
–Hola, José, ¿cómo andás?
–Bien, gracias.
–Qué noche la de anoche, ¿no?
–Si, una locura. Si no hubiese sido por Félix andá a saber dónde terminaba ese asunto.
–Es cierto, yo no sé que hacer ...
–¿Con qué?
–No te olvides que yo soy periodista; ese es mi trabajo, como el tuyo es dirigir esa consultora.
–Ves que son unos bichos, ustedes. ¿De qué estás hablando?
–Por oficio, yo tengo una obligación moral de contar todo lo que sé sobre un tema que es de interés público. Fijate que ...
–Pero dejate de joder con esas cosas; ¡estás loco!
–Imaginate si vos como lector ...
–Ves porqué te digo que no leo los diarios; a veces veo un poco la tele. Pero yo no les creo nada a ustedes.
No valía la pena continuar mucho esa charla porque la opinión de José ya había quedado de manifiesto; en rigor, la imaginaba antes de llamarlo, pero quería adelantarle a alguien mi propósito para ver cómo reaccionaba. Era como una especie de dramatización. Además, la charla me había deprimido.
El juicio sobre los periodistas es muy confuso y hasta contradictorio. Nos necesitan para que les contemos todo lo que sabemos, para que llevemos a conocimiento del público cosas que favorecen al esclarecimiento de los hechos y que develan asuntos oscuros. Pero no nos soportan cuando esos hechos los tienen por protagonistas. No podrían impedir que un juez o algún funcionario los interpelara, pero no admiten que un periodista investigue allí donde duele. Enseguida surge la crítica corporativa o que el periodista que los ilustra con su pluma trabaja para tal o cual mafioso.
Dudé un instante antes de llamar a Enrique, pero la conversación con José me había convencido de que lo que estaba haciendo estaba bien, y que seguiría hasta el final. En ese caso, era mi deber moral avisarles a mis amigos que los iba a involucrar en la historia.
–Hola, Enrique, ¿cómo andás?
–Hecho pedazos; qué poco dormimos anoche, ¿no?
–Poco, ¿no?
–Imaginate si en vez de ser cinco pachorras nos hubiesen tocado cinco matones a sueldo y nos tomaban de rehenes. ¡Qué distinta podía haber sido la historia! No estaríamos hablando por teléfono. Capaz que ni hablando estaríamos. Los cuatro atados y amordazados en distintos roperos del vestuario.
–¿Qué estás leyendo últimamente, Enrique? Voy a hablar con tu madre para que me diga con quiénes andás cuando no venís por el Club... ¡además, esos lockers son mínimos!
–No me digas que no lo pensaste, Diego. Justo vos.
–¿Por qué justo yo? –dije con algo de persecución.
–... y a vos te gustan las historias policiales. ¿No te dedicabas a eso?
–Policiales, educativas, agropecuarias, económicas, políticas, son miles los temas que cubro para el diario...
–Tal vez te convenga irte a dormir un poco más, Diego, estás muy nervioso.
–Puede ser. Lo que pasa es que estoy con un problema grande.
–¿Te puedo ayudar?
–...y, si, qué se yo. Debería contar en el diario lo que pasó; tendría que escribir sobre lo que vivimos anoche en el Club.
–No me escraches mal, no seas turro. Decí que cuando los chorros bajaron, yo me paré y les pregunté que querían, que deberían estar presos. No digas que tuvimos miedo ... ¡ni se te ocurra!
–Pero ¿no te parece que Félix me va a matar, que me va a hacer picadillo fino?
–Ah, si, claro ... ¡Félix!
–Bueno, ese es mi problema.
–Ahí no te voy a poder ayudar. Félix es inflexible. ¿Te acordás lo que puteó cuando llamaron de Caras para hacer una nota sobre el Club? No creo que quiera saber nada.
Evidentemente, Enrique estaba lejísimos de mi problema. No podía ni siquiera entender la dimensión del caso.


IV


En el diario no había un clima como el que reinaba en mi espíritu. Era una noticia más, aunque probablemente de tapa de acuerdo con la evolución de los acontecimientos.
Estaba excitado, nervioso. No terminaba de serenarme para pensar en términos periodísticos lo que había vivido.
Lo primero que hice fue ir al bar, para ver si había llegado Vazquez. Era el amigo del que hubiese recibido el mejor consejo. Pero no estaba. En cambio, me encontré con Ekl Amundsen, que era un periodista algo mayor que yo; había conocido a Papá –prácticamente lo idolatraba- y me quería mucho.
–No sé qué decirte, me llama la atención tu planteo.
–¿Qué es lo que te llama la atención?
–Que me preguntes lo que tenés que hacer –comentó con algo de tristeza.
–No me sirve tu respuesta, te digo en serio que estoy muy confundido.
–¿Qué hubiera hecho tu viejo en una circunstancia como ésta? Decímelo vos.
–Pienso que hubiese escrito una crónica desde la perspectiva del testigo de los hechos y una nota sobre el Club. Nadie sino él podría haber tenido mejor información en un caso como este. Probablemente ambas notas hubiesen ido en tapa, en un recuadro.
–¿Entonces?
–Es que el Club está impregnado de Papá. Si llego a tener un problema por darlo a publicidad y tengo que dejar de ir o me echaran, perdería gran parte de él.
–Teófilo decía: . A mí me parece que si vos querés conservar la memoria de tu viejo tenés que tratar de actuar como él.
–Si, tenés razón. Pero es difícil, ¿no?
–Bueno, si fuera fácil no existiría el Pullitzer. 
–¿No te parece que estás un poco denso con tanta cita?
Nos reímos, pagó y se despidió. Yo me quedé a la espera de mi café y justo apareció Vazquez. Ya no quería saber nada de consultas. Necesitaba recuperar la calma para poder abordar con la mayor frialdad posible la información. No podría dejarme llevar por el sentimiento, sólo tenía que dejarlo reflejado en letras de molde. No era una tarea fácil, así que tomaría mi café, hablaría vaguedades con él y me sentaría frente a la máquina para concluir mi trabajo.
Fernando Luis Vazquez era uno de esos profesionales que nunca dejan de lado a la persona, que no pueden escindir el sujeto en dos o más. El creía que un buen tipo, en serio, tenía que ser un buen profesional, y viceversa.
–¿Sabés lo que pasa? Que si alguien le pone garra al trabajo pero no a sus cosas va a llegar el día en que tenga que poner toda la garra en sus cosas y no en su trabajo. Hay que ser equilibrado –sentenció Vazquez-. El desafío pasa por la dedicación y las prioridades. No se puede ser un gran profesional y un pésimo padre; sería un buen técnico, pero no un buen profesional, porque hay consideraciones éticas que un mal padre no puede resolver.
–No podés ser tan riguroso –dije, por decir algo-; tu pensamiento es muy exigente.
–Cada uno piensa de acuerdo con su forma de ser. Yo creo en que el desarrollo de la persona debe ser integral, ¿qué le voy a hacer? Si pensara distinto, me traicionaría a mí mismo.
De pronto me pareció que podía procurar una nueva opinión, sin exponerme a más juicios de valor sobre mi persona.
–¿Vos que harías si tuvieras que escribir sobre tu padre? Ponele el caso de que tu viejo es objeto de una cobertura periodística. ¿Escribirías sobre él?, ¿dirías todo lo que sabés?
–Vamos a distinguir dos cosas: una, es imposible hablar sobre supuestos; segundo, hay un terreno de la privacidad que no se puede mezclar con la profesionalidad. Vos debés excusarte por razones de incompatibilidad. Cuando se trata de un familiar, se pierde la objetividad que necesitás para el trabajo; en todo caso, podrían entrevistarte como hijo de tu padre. Pero sobre supuestos es imposible hablar, porque habría temas en los que me encantaría escribir sobre el viejo.
Sospeché que sabía de mi conflicto, porque me hablaba como si supiera qué era lo que yo estaba pensando. Enmudecí y debí haber puesto alguna cara rara o habré mirado en una forma tal que ahí retomó la charla en forma mucho más directa. Pero me dí cuenta que salía a la pesca de algo que no sabía, pero que intuía.
–¿Porqué me hacés esta pregunta?
–¡Eh! No va a ser la primera vez que hablamos de este tipo de cosas –ni siquiera supe cómo llamarlas.
–No seas tonto. Me estás preguntando algo preciso; ergo, estás pensando en algo que no decís. No tenés la obligación de hacerlo, tampoco.
Con esa frase, abrió una distancia inadmisible entre ambos. Tuve que contarle todo.
–¡Estás loco, hermano, estás loco!
–Viste, ¡no sé para qué te lo comenté!
–Hacé lo que quieras: comentámelo o no lo hagas, escribí o excusate... ¡lo que quieras!
–Es que tengo el bocho lleno de cosas, no sé más que pensar.
–No pienses, viejo. Vas, te arrodillás frente al Sagrario y dejás que El te diga lo que tenés que hacer. Pero no andés por ahí haciendo y deshaciendo a lo pavote, sin un Norte. ¿Qué querés de vos mismo? No basta con que te falte tu padre: querés quedarte sin los amigos de tu padre y gran parte de tu familia. Vas a terminar sólo, como un ermitaño.
Nos paramos, me dio una palmada en el omóplato y me dijo, amistosamente y aumentando mi confusión: “No me dés bola, hacé lo que te parezca mejor; cada uno es como es”.




V


No sabía a dónde ir. Me senté en mi escritorio frente a la máquina, mirando sin ver. En eso, como si alguien hubiese hablado con él, apareció Estevez, el jefe de Redacción. “¿Cómo anda, Diego? Lo veo algo aturdido”.
Me sentí al descubierto, como si ya supiera algo. Tratando de defenderme atacando, cometí mi peor error: le conté el asunto.
–Mirá, Diego –me tuteó para darle intimidad a nuestro dialogo-, vos sabés que conocí a tu padre, que compartimos algunos destinos. Siento la obligación de darte un consejo.
–Se lo agradecería mucho –afirmé, sin otra escapatoria que acatar su dictamen.
–Creo que tenés que escribir, que tenés que contar todo. Ese es nuestro oficio y eso es lo que desvelaba a tu padre: la verdad, toda.
Se disculpó, me ofreció que lo decida yo solo y se fue por el pasillo, erguido como una espiga.
No me quedó claro si lo hizo por interés personal o profesional. No podía perderse esa nota. Además, el esfuerzo que le había costado llegar a su posición lo habían resentido un poco con todas aquellas personas que heredaban fácilmente sus posiciones. Máxime aún si, como en este caso, la víctima era un Club “paquete” ya que estaba convencido de que esa clase de reductos sólo protegía a nenes de mamá.
Estevez era un sujeto muy frío y calculador. Había sido un brillante periodista, un gran analista de la realidad. Sus editoriales eran reverenciados. Eran certeros y suficientemente ambiguos para no ganarse enemigos. Había marcado un estilo en su tiempo.
Todo lo que había dicho de mi padre era cierto. Pero también lo era el hecho de que el viejo nunca hubiera hablado bien de su persona. Según mamá, papá decía que Estevez era un profesional aséptico, sin mayor moral que su crecimiento personal.
Es el día de hoy que estoy convencido de que su testimonio no influyó en mi postura, pero puede decirse que fortaleció mi posición. Hasta que hablé con él, tenía margen de maniobra. Pero ahora que él sabía lo que yo había visto y oído, tenía que escribir mis notas o entregar mis ambiciones de carrera en el diario.
Sin decir una palabra, salí del diario. Caminé por el Bajo hasta el Club.
Apenas llegué, pregunté por Félix. “Hoy no vino”, respondió López.
No podía ser. Félix no faltaba nunca al Club.
Tal vez la repentina fama que había adquirido la centenaria institución le habían recomendado quedarse en su mansión de Retiro o, quizás, rajarse para el campo por unos días.
Algo, en la conciencia quizás, me decía que podía estar negándose para mí. “José –pensé- le debe haber contado nuestra conversación”.
La suerte ya estaba echada. Nada volvería a ser lo que fue. Inmediatamente, me volví para el diario.
El vértigo encendió todas mis capacidades. Pensé en el copete y el hilo conductor de una nota testimonial y llamé a algunas fuentes para analizar la veracidad de los dichos de Tellechea en el Club.
Los datos recogidos, se los volqué al Jefe de Policiales. Me los agradeció mucho, aunque relativizó muchas de mis informaciones.
Al cabo, me senté frente a mi máquina y escribí una hora seguida. Me acerqué al archivo a fin de cotejar algunos de los datos para la nota de apoyo sobre el Club, tales como fechas, actos e información institucional.
A eso de las 20.30, se acercó el editor a pedirme el material y ya me dí cuenta que no había nada más que hacer. El espacio estaría reservado y si no iba mi nota, tendrían que encontrar algo para cubrirlo y un palo para partírmelo por la cabeza.
Cuando guardé el material y encargué la impresión de la nota, sentí que había escrito el final de una etapa de mi vida.



EL ESTRELLATO

I


Amaneció espléndidamente. Miré por la ventana del living, donde la mañana se presentaba diáfana y fresca. En la parte del río que se alcanzaba a ver, entre dos edificios, un velero me sugería un viaje largo y soleado.
Abrí el diario y, en el ángulo superior derecho, estaban mis notas. En letras de molde siempre lucen mejor. Las leí y, efectivamente, sentí que la nota ya no era la misma: la tipografía, el papel de periódico y el tamaño de las columnas les daban un aspecto más institucional.
Las volví a leer dos o tres veces, desde distintas perspectivas. Las analicé técnica y personalmente, según las fueran a leer Félix o Estévez, principalmente.
No tenía nada que reprocharme. Cada vez que las leía, me gustaban más. Aunque no podía dejar de hacerme ruido en mi alma las distintas posibilidades de lo que pudiera llegar a pensar o a sentir Félix.
Para retener los pensamientos más agradables decidí no pasar por el Club en los próximos días. De esa manera podría concentrarme en mi trabajo y en capitalizar profesionalmente esa cobertura. A partir de la madrugada me habían empezado a llamar desde algunas radios importantes y este fenómeno podría extenderse si el tema se prolongase por algunos días, de acuerdo a la evolución de la investigación.
–De la nota surge que podría haber una conexión policial que favoreció la fuga del narcotraficante, ¿no es cierto Ortiz?
–Así es y no lo digo yo: es el testimonio del propio Tellechea.
–Pero ¿qué validez podemos darle a las palabras de ese facineroso? –insistió Miranda, el conductor de La Mañana Radial.
–¿Qué otro interés podía tener Tellechea en acusar a semejante pez gordo, sino su propia inocencia?
–Usted sugiere un desesperado ...
–Efectivamente.

Corté y me sentí aliviado de haber podido excusarme de hablar del Club en un programa líder como ése: “Prefiero respetar la intimidad de mis consocios” fue toda la respuesta que ofrecí con la intención de que pudieran escucharla Félix y el resto, a tan poquitas horas de que el diario estuviera en la calle.
Aspiraba a que, directamente o por algún comentario, Félix se enterara de mis declaraciones y comprendiera lo que me motivó a escribir. Aunque, en realidad, sabía que no había narcotraficante preso que pudiera calmar el odio que le significaba ese foco de luz sobre el petit hotel de la calle Bolívar.
No había cosa que le pudiera molestar más que la alta exposición. Me vino a la mente el Operativo Silencio que gestionó ante el Gobierno Militar para ocultar la confusa muerte de un cuñado suyo en plena orgía homosexual. No quiso ni saber qué pasó; sólo tapó su publicidad. Hizo cualquier cosa con tal de que nunca se supiese que el marido de su hermana se divertía jugando al sexo con otros hombres, mientras ella practicaba bridge con sus amigas.
Alguna vez me confesó: “Yo no entiendo como a vos te puede gustar eso que hacés. Para mí los periodistas son como los chimangos; en cuanto a uno le sucede alguna desgracia empiezan a sobrevolar en círculos para ver si te morís”.
–¿No se te va un poco la mano, Félix? Diego no es uno de esos... –intercedió Enrique para evitar que se creara un clima tenso en el vestuario.
–Si no preguntale a los García Belsunce, a John Hurtig... –remató Félix.
–Bien que todos ustedes siguieron todos los pormenores del caso –intervine en mi propio auxilio-; vos mismo me contaste que no te perdiste un solo día de esa historia y que, aún desde el campo, mandaste a buscar el diario al pueblo.
–Bueno... no era sólo por eso...
–Lo que sea: nos critican por dar toda la información hasta que les toca a uno, o a algún conocido, ser protagonista.
Más de una vez recordaría este diálogo, literalmente al desnudo, mientras nos vestíamos para una tarde de paleta



II


La recepción en el diario no pudo sino envanecerme un poco. Todos me saludaban y felicitaban como no lo habían hecho nunca antes. Secretarios, editores y redactores estrellas se detenían a intercambiar alguna opinión y a chequear sus impresiones conmigo.
Me la pasé hablando un par de horas hasta que me dio calor. El caso parecía que podía tener alguna proyección, pero no era algo tan extraordinario. No recordaba yo en las últimas semanas tanto revuelo, y eso que nunca faltan noticias policiales de repercusión.
Evidentemente, lo que no era usual era que la primicia haya salido de manos de un “pibe” como yo. Era comprensible que todo periodista de peso quisiera evaluar quién era el autor de la nota y cómo se decidió esa cobertura. Hasta ese momento sólo era una cara simpática y llena de vitalidad, ante los ojos más experimentados de la redacción.
La coronación de la tarde la hizo el propio editor de Policiales cuando me llamó para hablar, a la salida de la Reunión de Jefes.
–Quería comentarte que tus notas se llevaron el ochenta por ciento de la reunión. Todos estaban muy impresionados. Incluso, Estévez habló maravillas de vos, tanto en lo personal como en lo profesional.
–Gracias, Tito, muchas gracias -intenté responder, sin saber qué más decir ante un relato que me inhibía-; no me creo merecedor...
–No te hagás el boludo, pibe. Te la pasaste hablando toda la mañana con los mismos tipos que estuvieron en la reunión. Sabés que estaban encantados.
Los periodistas suelen ser cáusticos. Es como que no pudieran darse el lujo de manifestar sus sentimientos más nobles. Tienen la necesidad de disfrazarlos de una agresiva objetividad. Tito Olmos no se escapaba de la regla, ya que era un miembro permanente del establishment del matutino. “La cuestión –continuó- es que me encargaron que te ponga a seguir el tema de lleno. Hay que investigar qué pasó con el gringo Martínez Giovanelli y publicar todo lo que tengamos, aunque afecte a la Policía. Me vas a mantener informado todos los días sobre el estado de la pesquisa. Estévez dijo que quería mantener el tema en tapa durante unos días. Sugiero que hagas un sondeo entre tus fuentes en el Departamento Central, que consultes a los abogados y funcionarios judiciales amigos y partas lo antes posible hacia Bolivia, donde dicen que este fulano tiene sus contactos... comerciales, por llamarlo de alguna forma, ¿entendido?”
No había más nada que decir. Había que ponerse a trabajar de inmediato. Lo adecuado para mi plan era no aparecer por el Club por unos cuantos días.
Lo primero que hice fue llamar al área de prensa de la Policía para que me hicieran llegar la versión oficial de los hechos. Era un comunicado que ponía en duda lo sucedido y señalaba tácitamente –o, por lo menos, sembraba dudas- sobre la responsabilidad del Servicio Penitenciario Federal en la fuga.
“No se han establecido aún las causas del incendio. Tampoco hemos obtenido ninguna explicación que justifique la presencia de material inflamable en el interior de las celdas o que puedan haber estado al alcance de los reclusos”, informaba el comunicado.
¿Quién no dio esas explicaciones? ¿A qué clase de material inflamable se referían? ¿Acaso tenían información que no podían revelar?
Llamé de inmediato al doctor de Elía, un destacadísimo penalista –además de ser un competitivo pelotari-, muy amigo de mis tíos. “No sé si corrés más peligro siguiendo al narcotraficante ése o escribiendo sobre el Club”, me dijo un poco chiste y un poco en serio. Había sido siempre una fuente extraordinaria por el particular vínculo personal, familiar y profesional que se había creado entre nosotros y que se había forjado en el deporte.
–¿Vos qué pista seguirías, la de la cana o la conexión interna del penal? –lo interpelé.
–La de la conexión interna, sin duda. Algo, seguramente, hay de apañamiento policial. El “Gringo” no se podría haber escapado nunca sin la ayuda –o, cuanto menos, sin la negligencia- del Servicio Penitenciario. Fijate que el comisario Gómez no dudó un solo momento en salir a hablar del caso sin escatimar la información.
–Pero el comunicado es muy escueto y, aparentemente, evasivo.
–¿Qué querés, que manden al frente a los “candados”? -preguntó en referencia al cuerpo de carceleros. No pueden hacerlo, los excede. El resto de la información la personalizaron en un fusible. No podrían hacer otra cosa sin declarar una guerra interfuerzas.
–Es cierto...
¿Tenés alguna fuente en el Servicio Penitenciario? Tengo un amigo que puede guiarte por esa jungla...
Qué placer, qué alivio sentí al colgar el teléfono. No sólo me guió bien, el bueno de de Elía, sino que pareció bendecir –de hecho, no maldijo- mi actuación periodística.
No terminé de anotar el número que ya estaba llamando a su contacto con quien combiné un café para el día siguiente. No había margen para hablar por primera vez telefónicamente; había que verle la cara y dejarlo expresarse libremente, sin la participación de los odiosos micrófonos intrusos.
Agarré mis cosas y me fui a “pasillear” por Tribunales. Necesitaba pistas. Información o sugerencias; cualquier cosa que me inspirara una hipótesis de trabajo; y la conseguí.
Volví al diario y, tras sondear rápidamente al editor, me senté a escribir:
“Detrás de la fuga del presunto narcotraficante Tulio “el gringo” Martínez Giovanelli existiría una red de policías, miembros del Servicio Penitenciario y hombres de negocios.
“Todas las miradas señalan a un operador portuario, Osvaldo Muñoz Posse, quien tendría contratados en los servicios de seguridad de su empresa a efectivos de ambas fuerzas.
“Muñoz Posse es un sujeto prácticamente desconocido. Son muy pocas las personas que aseguran conocerlo o haberlo tratado. Sin embargo, fuentes dignas de crédito dicen que tiene poder de veto en la designación del Subsecretario de Transporte Marítimo. Sus relaciones se reducen a un circulo muy restringido, pero altamente influyente, de operadores.
“Martinez Giovanelli y Muñoz Posse no sólo tienen en común la duplicidad de apellidos, sino que también cuentan con una serie de negocios conjuntos. El saber popular les atribuye una infinidad de propiedades, aunque las autoridades fiscales aseguran que comparten exclusivamente un restaurante que se hallaría en la Recova de la Autopista Illia”.
Por suerte, había pescado un elemento más atractivo que el Club para sazonar mi historia. Peligroso, ciertamente, pero ajeno a mi intimidad.



III


Al día siguiente, a la noche, partí hacia La Paz, Bolivia.
Había recurrido a archivos y a contactos diplomáticos –muchos de ellos, vinculados a la Embajada norteamericana en Buenos Aires- que no sólo me informaron, sino que hasta me gestionaron una agenda casi imposible de cumplir en las 24 horas de estadía.
Apenas llegué me llevaron al nuevo Hotel Camino Real, donde dormí unas pocas horas, desayuné un mate de coca y unas pocas galletitas –para evitar el soroche- mirando los cerros desde el ventanal de la confitería. Luego empecé la frenética ronda de reuniones, que culminó con una comida en la Embajada norteamericana en el Alto Perú. Con un bombón en la mano, me acompañaron al auto que me trasladó al aeropuerto. De La Paz sólo me quedaría la vista panorámica que tiene la ciudad desde el camino que baja del aeropuerto de El Alto y la imponente presencia del Illimani.
Me sentí exhausto, no sólo por la furiosa actividad desarrollada sino también por el exigente esfuerzo aeróbico. Fue un viaje relámpago, agotador. Puras reuniones, anotar datos, relacionarlos, medir la credibilidad de cada fuente. Pero conseguí lo que buscaba: la conexión del Altiplano, con pelos y señales.
Ahora lo que me faltaba era definir hasta qué punto estaban infiltrados en los servicios penitenciario y en el policial, y quién y cómo facilitó la fuga del “gringo”. Tampoco estaba claro si Martínez Giovanelli era la cabeza local o solamente la cara visible de una organización más importante.
Por suerte, tenía otra nota de tapa, porque podía explicar cómo era la estructura internacional para la que trabajaba el prófugo; su dimensión y referentes centroamericanos, así como las vías de acceso y cantidades que exportaban al mercado norteamericano -que se desprendía de los decomisos del año anterior-, la cadena de mandos y organización interna, de acuerdo a lo informado por la oficina paceña de la DEA.
El Cartel era conocido bajo la denominación de Luminoso por la estrecha relación que tenían con la guerrilla peruana. Era encabezado por un personaje popularmente conocido como “el alemán” aunque, en rigor, su sobrenombre se debía a una confusión, ya que le decían Otto y tenía todas las características de un nazi escapado de la Alemania de Hitler.
“El alemán” era riguroso y maltrataba a sus empleados hasta la muerte; muchas veces, en forma dolorosa. Su mirada, penetrante y despectiva, podía llegar a constituirse en una condena a muerte, si así lo interpretaban sus matones. A menudo, pedía presenciar sus ejecuciones.
Lo curioso es que Otto tampoco era alemán; según los pocos que afirmaban haberlo conocido, juraban que era argentino y que su nombre de pila era Octavio.
Había dos fotos de él, pero no eran muy fiables. Parecían tratarse de dos sujetos distintos, y no de alguien que se haya cambiado el rostro. En una de ellas, algo en el pelo me hacía desconfiar; en la otra, la definición era tan nítida que me daba la impresión de que estábamos mandando al incinerador de la opinión pública a un inocente.
Al llegar al diario, Olmos me insistió con publicar ambas.
–¿Tenés otra foto?
–No –repliqué, sin entender de dónde podría haberla sacado-; ¿no te dije que son muy pocos los que lo vieron?
–¿Entonces? ¿Con qué querés que salgamos? Dámelas, que salen en tapa. Que juzgue el lector.
No hubo más nada que decir.
Al día siguiente, me despertaron las radios desde muy temprano. Necesitaba dormir, pero tenía que contribuir a agrandar la importancia de una cobertura que favorecería tanto al diario como a mí, y que nos alejaría del conflictivo tema del Club.
Hablé y escribí tanto acerca del “alemán” que ya me parecía familiar, como si lo conociera desde hacía mucho tiempo.
Esa mañana, gracias a Dios, me había podido tomar unos mates con mamá y con Carmen, y eso me había serenado mucho. Hacía rato que no podía disfrutar de la intimidad familiar. Además, les debía unas cuantas anécdotas. Tantas historias me habían convertido en una especie de héroe familiar de la noche a la mañana. No debía dejarlas sin respuestas ante la inquisitoria de sus amigas y conocidas, no sea cosa que fueran a creer que yo era una especie de pariente con quien se encuentran cada muerte de obispo.
Fue muy lindo. Me cargaron las pilas. Mamá no pudo decirlo, porque se emociona con facilidad, pero Carmen –justamente la pobre, que sólo lo conocía por nuestros recuerdos- fue quien expresó la frase poderosa: “¡Papá estaría orgulloso de vos!”
–Si, es lo que más me gusta de todo esto –y acoté: Lástima lo del Club.
–Bueno, no es para tanto –agregó mamá con esa desaprensión propia de las mujeres cuando no forman parte directa del problema-; tampoco es algo para poner por encima de tus principios. Si vos pensás que había que honrar a la verdad, no dudes que actuaste bien.
–Qué se yo –de repente, mi alma se estremeció de pena-, tantos recuerdos pueden quedar encapsulados allí; lejos de mi alcance.
–No, m’hijo. No hay nada en la tierra que pueda justificar el ocultamiento de la verdad. Si vos fueras un trepador, que lo hizo solamente para crecer en el diario...; pero si lo hiciste para que la gente cuente con toda la información, cumpliste con tu deber.
La verdad es que yo mismo no tenía tan claro qué proporción dedicaba a difundir la verdad y cuánta era la parte correspondiente a mi crecimiento profesional y, a medida que pasaba el tiempo, mayor era mi confusión. De pronto pude ver, en los ojos de Carmen, un brillo de lágrimas. Al verse al descubierto, me interrogó: “Pero no vas a dejar de ir al Club, ¿no es cierto?”
–Claro que no; lo que pasa es que por estos días estoy con mucho laburo y no me voy a poder hacer tiempo para ir por allá.
–Pero no dejes de ir –insistió-. Me encantan los cuentos que traes de papá cuando vas.
–No te preocupes, Mencha, no pienso dejar de ir.
No pude decir nada más, porque ella ya estaba con la cabeza gacha escondiendo una tristeza por alguien a quien no había conocido y cuya figura se había materializado con nuestras anécdotas sobre él.

IV


–¿Ortiz?
–Soy yo, ¿quién habla?
–Giovanelli
Me quedé mudo. Debo haber tardado unos cinco segundos hasta que reaccioné: “Dejate’ joder, Enrique, que no me hacés gracia”. El silencio del otro lado me sorprendió aún más. “¿Enrique podría saber que estás con un pantalón gris, una camisa blanca y una corbata azul con dibujitos?”, insistió una voz profusa en “eshesh” y, paradójicamente al mismo tiempo, devoradora de esa maltratada consonante. Estuve por persignarme, pero era evidente que me estaban vigilando; lo que no pude controlar fue la expresión de mi rostro. Todavía no salía de mi espasmo, cuando agregó: “¿podemos encontrarnos esta tardecita en la Reserva Ecológica?”
Acepté, confundido. Ni siquiera pude registrar exactamente las coordenadas del encuentro. No sabía si estar feliz por la significación periodística de la cita o si estar aterrado por el próximo encuentro con tamaño malandra.
Por suerte, tuve la mínima lucidez para avisar en el diario antes de ponerme en camino.
En la reserva, la sensación fue de lo más extraña y dual. El cielo pintado con todos los colores que puede ofrecer un atardecer caluroso y el aroma que exhala la vegetación autóctona son maravillosos, pero en ese momento contrastaban con la angustiosa presencia de la muerte. Porque para mí –y para muchos que ya no lo pueden contar- Martínez Giovanelli era la mismísima Parca en camisón negro.
No sabemos valorar suficientemente esa zona ribereña de la ciudad. En rigor, podría decirse que la Costanera Sur ni siquiera se parece a Buenos Aires. Me sentía en otra ciudad: San Pedro, San Nicolás... qué se yo.
No podía dejar de mirar -de soslayo, por supuesto, ya que mi mente estaba en “el gringo”- esa pequeña muestra de campo pampeano que se esconde en ese rincón de la Ciudad Grande.
En ese tipo de circunstancias -solamente en ésas- pienso lo mismo: “¡¿quién carajo me mandó a meterme en esto?!”.
Avancé con una prudencia tal que si alguno me observara con detenimiento de la cintura para arriba sospecharía que estaba en un pantano buscando las partes firmes y secas.
Hasta que, de pronto, lo ví. Estaba allí, debajo de un sauce seguramente llorón por la triste situación de dar sombra a semejante alimaña.
Me hizo un gesto benévolo de aproximación: “Acérquese, Ortiz, que no muerdo”. Todavía no sé de dónde saqué el valor para responderle: “No es justamente lo que dicen de usted”. Fue tal la desproporción de mi respuesta que durante los siguientes minutos me sentí en inferioridad de condiciones, por el temor a la represalia.
–Así que usted es Ortiz –deslizó como si quisiera demostrar que se encontraba frente a algo más pequeño de lo que se merecía.
–Así es, no soy el clon -le respondí, buscando en la jocosidad un poco de seguridad en mi mismo.
–¿Quién te dijo que yo soy todas esas cosas que escribistes?
–No me va a pedir que revele la fuente, ¿no? Ni en el diario me lo piden -repliqué pisando fuerte en la burda pretensión del narcotraficante.
–Te voy a decir una cosa -mientras hablaba me daba la impresión de que, más que con un periodista, él creía que estaba frente a un empleado suyo-: Giovanelli es un hombre de códigos.
–¿Un nombre en código? -pregunté, enredado en esa voz áspera y brutal.
–Qué, ¿sos un payaso? -dijo con tono amenazador me puso en alerta rojo.
–No, no le entendí; disculpe.
–Te decía -retomó, aparentemente muy molesto- que el gringo Giovanelli es una persona de palabra y de honor. ¿O vos pensás que yo hago todo esto únicamente por la plata? ¿Sabés a cuánta gente le doy trabajo, cuántas familias dependen de mí?
Ahora ya no sabía si estaba frente a un temible narcotraficante o si era la mismísima madre Teresa que se me había aparecido entre los matorrales.
“¿Sabés cuánto perjudican esas notas tuyas a nuestra organización? No te hablo por mí. Yo estoy parado, no necesito trabajar; ni yo, ni mis hijos, ni mis nietos. Te lo digo por mis empleados y por sus familias. Ellos necesitan un trabajo estable ... ¡y digno! ¿No entendés que, con esas notas que escribistes, estos pobres tipos se creen la peor lacra de la tierra, se creen?”.
Su tono había cambiado, se había endurecido. No pude dejar de sentir pánico. Pensaba que, con perder la razón durante sólo tres minutos, este animal era capaz de apurar al próximo instante mi encuentro con el Creador. De todos modos, me resistía a creer que tal monstruosidad pudiera sentirse una persona de bien, un ser honorable. Prefería callarme, pero mi rostro debía evidenciar alguna resistencia a un discurso tan hipócrita, porque él aumentó su apuesta: “No me creés, ¿no? Peor para vos”.
Ahí sí que el héroe que todavía resistía dentro de mí pidió un boleto de ida a Oslo. Quise conciliar de cualquier manera. Debo haber cambiado de expresión, porque el carroñero lo reconoció de inmediato: “Ahora me gusta más”, dijo, y mi alma volvió a su cuerpo.
“Mirá, pibe, yo solamente quiero hacer un trato con vos. No te preocupes – me previno-, no es nada raro. Necesito que digas que te entrevistaste conmigo. No me importa lo que digas que hablamos. Inventalo vos, que se vé que sabés hacerlo. A mí me interesa que digas que te encontrase conmigo en la misma ciudad de Buenos Aires. Con eso estoy hecho”, concluyó.
“Y yo, ¿qué gano?”, se me ocurrió preguntar.
“Tu vida”, respondió evidenciando muchas ganas de ejecutar su amenaza.
Sin decir nada más, ni saludar, pasó por al lado mío y se fue por el camino por el que yo había llegado hacía unos pocos minutos. Dio cinco o diez pasos hasta que se dio vuelta: “Me olvidaba. Contá hasta trescientos, ahí donde estás, con los ojos cerrados. Después, podés irte”. Esta vez no necesitó asustarme; todavía sonaba en mí el ruidoso sonido de sus últimas palabras.
¿Cómo pude ser tan bruto, o tan gallina? No había llegado a contar hasta treinta que me dí cuenta que me había olvidado de preguntarle sobre Muñoz Posse. En realidad, estuve tan concentrado en superar mi miedo que no pude construir ni un solo interrogatorio.
No lo reconocería en la crónica ¿Para qué? Si con el imponente escenario de la Reserva y el perfil del gringo Giovanelli podría escribir 150 líneas.
De hecho, en la nota no me referí a casi ningún tramo de la conversación, excepto al mensaje que él quiso pasar. “Giovanelli desafía a la Justicia”, fue el título; “El narcotraficante citó a El Ciudadano en un rincón de esta ciudad”, la bajada.



V


Tuve que recurrir a la gente de Política para que me pasen un contacto en el Sindicato de Trabajadores Portuarios.
–¿Es buena persona? -inquirí.
–¿Qué sé yo si es buena persona? Como fuente es impecable: si tiene algo para decirte no lo va a callar y siempre trata de que te vayas con algo en las manos.
–Mirá que tenés amigos truchos, vos que te hacés el santo...
–¿No pediste una fuente de los trabajadores portuarios? –disparó Vazquez para sepultar mi hipocresía.
Lo fui a ver en cuanto pude. La sede del secretariado general del sindicato, muy a mi pesar, se encontraba obviamente en el puerto. Y Froilán García se ofreció muy gentilmente: “Véngase ahora mismo, si quiere”. ¿Cómo responderle que no, que ya eran las 19.15, que cuando saliera de ahí sería de noche y que la oscuridad se asemejaría a las fauces de un lobo?

Tenían razón mis compañeros de Política, García era de lo más amable y cordial. A pesar de lo grotesco, daba la impresión que había pulido mucho sus modales. Hasta parecía una persona educada.
–Ando buscando información de Muñoz Posse –le sacudí apenas terminaron las presentaciones de rigor.
–¡Ah, de Muñoz Posse! –respondió con una seca afirmación.
–¿Usted lo conoce, no es cierto?
–Bueno, conocerlo; ¿quién puede decir realmente que conoce a Muñoz Posse?
Esa evasiva fue la única salida de García mientras buscaba su respuesta y decidiría si me hablaría de él y, en tal caso, qué es lo que podía decirme. Si era cierto lo que me dijeron en Política, intentaría satisfacer mi pedido y darme algo como para armar una nota. Pero esta vez no era fácil: tenía muy poco margen de maniobra.
–Si usted tiene la representación de los trabajadores portuarios de Capital -insistí-, tiene que haber tratado con él.
–No, pibe, no es así; nosotros tratamos con el gerente de Relaciones Industriales de la empresa, un señor de apellido Benegas; a Muñoz Posse lo traté muy pocas veces.
–Bueno, entonces cuénteme lo que conoce de él.
–Hagamos una cosa: vos a esta hora no vas a escribir para mañana, ¿no? –dijo, culminando, con un tuteo improvisado y conquistador, además de un vastísimo conocimiento de la labor periodística-. Dejame pensar y veré qué te puedo dar para mañana.
No pude seguir, porque ya me estaba acompañando hasta la puerta. Para mi alivio, me facilitó un remise para que me devolviera vivo a la civilización.
No había pasado medio día cuando tuve una respuesta inesperada. A eso de las nueve, dejaron por debajo de la puerta de mi casa una carta impresa que contenía una declaración firmada por un señor Anacleto Sánchez, que se presentaba como un ex mucamo del señor Muñoz Posse, y que decía así:
“Señor periodista:
“Durante veinte años serví en la casa de la familia Muñoz Posse.
“Deseo manifestarle que el señor Osvaldo y su señora son personas muy consideradas y que en el tiempo en que me tocó convivir con ellos nunca me faltó nada, ni material ni espiritualmente.
“Ellos y sus dos hijos son gente muy buena y siempre se preocupan por uno.
“Doy gracias al Dios Misericordioso por todos esos años que me permitieron alcanzar esta placentera jubilación. Nunca la hubiese conseguido sin la gestión del señor Muñoz Posse.
“La sola ayuda que me dieron cuando mi esposa se enfermó, valen todos mis servicios prestados durante la relación laboral que mantuve con ellos.
“Ya pasaron tres años desde que me fui de esa casa y podría jurárselo, si usted así lo necesitara, que los extraño.
“Si me preguntara a mí qué es lo que pienso de Osvaldo Muñoz Posse, le diré simplemente que es una gran persona y que tiene una hermosa familia. Son la gente más generosa que he conocido, y mire que antes de esa casa había servido a una decena de familias.
“Le ruego (más bien, le encarezco) que no le haga daño a los Muñoz Posse. No respondería por mis actos.
“Atentamente.”
Dejé la carta en una mesita. Noté que me temblaban los dedos. Me apoyé con los brazos contra una ventana para analizar lo más fríamente posible el episodio. ¿Qué era esto de que me hicieran llegar, a mi departamento, la carta de un sirviente de la persona que yo buscaba y que terminaba amenazándome de esa forma?
Más tarde, hablando con la gente de Política, me enteré que el cronista de la mañana les había facilitado ingenuamente –o no- mi dirección a una persona que llamó diciendo que hablaba de parte de Froilán García.
“Dice el señor García que él no le mandó nada”, explicó muy secamente su secretario antes de cortar.
El portero de casa, por su parte, no había recibido nada.
No sabía qué hacer. Me daba la impresión que agitar las aguas sería lo mismo que hacer reservas en una nube.
Me costó concentrarme en un pensamiento lógico hasta las 14 horas, cuando una de esas llamadas “ID no disponible” sonó en mi celular. Era un tal Fidel Bonardo Unzué que quería hablar urgentemente conmigo “por el tema de Muñoz Posse”.
Como el diario estaba cerca de su consultora, nos encontramos en menos de media hora en un café modernoso, frente a la plaza Roma. Tenía un vértigo tal que podía pisar el acelerador o, directamente, escapar. Yo había oído hablar de Bonardo: era un conocidísimo personero de gente de muy alto nivel.
La presentación fue muy cálida, como si nos conociéramos de hacía mucho tiempo. Me dijo que “su cliente” era una persona muy importante y que yo, que era un cronista marginal para el circuito de la prensa tradicional, no podía andar molestándolo sin una razón de peso.
Habano en mano, Bonardo transitó por muchas asuntos que nada tenían que ver con el objeto de nuestro encuentro pero que intentaban manifestar que no sólo Muñoz era un sujeto poderoso, sino que él mismo era una persona influyente. De hecho, se jactaba de haber manejado los sonados casos de un banquero que estafó a la Curia, una secta coreana que procuraba un suculento negocio con la adquisición de medios de comunicación y el de una compañía que, tras la fachada de inversora, había lavado mucho dinero sucio.
La impresión que me llevé de Bonardo pintaba de cuerpo entero a su cliente. Si había recurrido a semejante botarate era porque no tenía muchos elementos nobles por mostrar públicamente y que tenía un mecanismo de resolución de conflictos no muy santos. Pero era sólo una sospecha.
Estaba con los ojos puestos en su panza prominente cuando me ofreció llevarme en ese mismo instante a conocer al enigmático “empresario”, por llamarlo de algún modo.
–Tenés que conocerlo –insistía Bonardo, campechanamente-; es un tipo bárbaro. Vas a ver. ¿Qué te parece si lo llamamos ahora al celular y lo vamos a visitar?
En una playa de estacionamiento que está sobre Alem, a la vuelta del bar, tenía un soberbio Alfa Romeo. Emprendimos viaje hacia el Norte, por Libertador, hasta la zona de las barrancas. A la altura de Beccar, pero antes de llegar a Punta Chica, doblamos por una de las callecitas posteriores al Marín a la derecha e ingresamos por un portón muy discreto a un parque de dimensiones extraordinarias. El camino, que parecía la huella del añoso boulevard de un antiguo casco de estancia, empezaba sombrío por la espesura de los árboles y luego iba mostrando el sol a medida que nos aproximábamos a la mansión (otro nombre –casa, palacio, chateau- no le cabía).
Un mucamo de saco blanco y pantalón oscuro nos atendió muy amablemente. Llamó a mi acompañante por su apellido y nos condujo a la presencia del señor Muñoz Posse. En rigor, nos dejó en un amplísimo living que daba sobre una terraza que precedía a la barranca y desde la que se veía el río. Allí se hizo presente Osvaldo Muñoz Posse.
Bonardo se paró para abrazarlo y yo me puse de pie a su lado. El de ellos fue un saludo efusivo; el nuestro, muy cordial. A diferencia de Giovanelli, el empresario se mostró atento y encantador.
“Pero ¡qué gusto tenerlo en mi casa!”, dijo en forma tal que efectivamente me pareció que iba a ser una charla amigable. Tocó un timbre y, ante la presencia inmediata del lacayo, ordenó: “Traele algo a este muchacho, Jaime, por favor; debe estar sediento”. Luego, dirigiéndose a mí: ¿un whisky, un gin tonic?”. Ya no era hora para tragos; había pasado el Mediodía y faltaba mucho para la Oración, asique pidió agua y café para todos.
Habló en abstracto de la amistad sincera y desinteresada, de la importancia de que “los que tenemos alguna influencia en la sociedad” podamos conocernos y tener un trato fluido, de construir amistades, “como en este caso -especificó-, en el que tenemos una química natural”.
Hacía tácito alarde de conocer detalles de mi vida personal.
Al principio sonaba muy sólido y convincente, pero mientras avanzaba la conversación me daba la impresión de que no iba a entrar nunca en el territorio que yo estaba buscando: su vida, sus negocios, sus relaciones con el poder. Semejante elocuencia dificultaba el acceso en esos ámbitos. Intenté recurrentemente hacerlo, pero noté que eso hizo que la conversación vaya perdiendo lubricación. Había pasado una hora y veinte minutos y me veía venir un abrupto cierre de la charla, por lo que decidí arremeter con mi entrevista. No podía reincidir en un episodio como el de Martínez Giovanelli. Me estaba jugando el futuro dentro de El Ciudadano.
–Mire, Osvaldo –dije forzando el señoreo, a pesar de que Muñoz Posse pidió varias veces que lo tutee y que lo llamara Cacho: “nadie me llama por mi nombre”-, yo le quiero agradecer mucho este grato encuentro. Sinceramente, haber tenido la oportunidad de conocerlo en su propia casa es para mí algo muy importante.
–No tenés nada que agradecerme a mí, sino a tu amigo Fidel -intervino agregando una extrañísimo “amigo” a quien yo conocía esa misma tarde y con el que no tenía mucha “química”, por usar la terminología de Muñoz Posse. Debo aceptar que me descolocó un poco, pero no lo suficiente como para seguir detrás de mi objetivo.
–Lo que quería pedirle era si pudiéramos profundizar un poco en su persona. El diario me está pidiendo... –en ese instante percibí que mis palabras generaron una reacción de profundo desagrado en la cara del empresario y una alarma notable en la del consultor.
–Pero ¿de qué me estás hablando? –arremetió violentamente, con tono de ofendido y arrastrando cada sílaba- ¿Querés algo de mí? Pregúntalo nomás. No voy a andar escondiendo nada. Soy una persona de bien, que trabaja las 24 horas por este país; doy trabajo a 3000 personas, a cuyas familias asisto, y pago todos mis impuestos. ¿Qué más querés que te diga? Estoy harto de esta política maldita que embarra la imagen de sus empresarios por caprichos personales o porque no queremos entrar en sus negociados. No puedo creer que justo vos, que estás sano y que entendés de lo que estoy hablando, le hagas el juego a esas basuras.
La diatriba de Muñoz Posse fue mucho más larga y violenta. Sus palabras transitaron senderos oscuros y enmarañados. No pude memorizarla. Lo importante era el desagrado que manifestó y la oportuna intervención final de Bonardo (“No te pongas así, Cacho, serenate por favor; ya sabes lo que dice el médico”), a la vez que dirigía una mirada fulminante hacia mí: “Mejor, vamos, Diego. Cacho tiene la salud muy sensible y no le hace nada bien que lo hagan enojar”.
No hubo posibilidad de decir ni de hacer otra cosa que no fuera irse. A la vuelta, en un viaje con escaso intercambio de información, le pedí que me dejara en la esquina del Club. Era hora de volver a los míos, y tarde ya para escribir la crónica.

VI


El Club estaba igual que siempre. No se había movido ni un centímetro de su ubicación histórica. Los olores eran los mismos; la gente, la habitual, y los temas tampoco reflejaban variantes.
Mi recepción fue la de siempre. Tal vez un poco fría, aunque eso pudiera ser obra de mi propia sugestión.
Después del día siguiente a la noche señalada, no había vuelto a hablar con ninguno de ellos excepto con el doctor de Elía, que no era de los infaltables; de hecho, esa tarde no estaba.
Me senté en el living, me tomé un whisky y me puse a escuchar la conversación. El caso García Belsunce se mantenía en el centro de las preferencias. No se evaluaban ya las hipótesis acerca del móvil del asesinato de María Marta sino que se medían algunas de las consecuencias sociales. Desfiló una gran variedad de nombres, apodos y apellidos. Al principio, sentía que estaba rodeado de viejas gordas y chusmas; pero a la sola mención de un conocido o de un amigo, no pude dejar de pedir mayores precisiones e ingresar en el mismo juego que antes denostaba.
En un momento, ante algunas de mis intervenciones, sentí que se repetía una misma cantinela: “vos porque ...” Pero no quería caer en mi propia persecución y preferí dejar pasar; al fin y al cabo, nadie me atacaba en forma directa. Uno, en un ámbito como éste, siempre tiene que estar dispuesto a que lo repasen un poquito con el trapo del tono burlesco cada tanto. En mi caso, todos sabíamos que ahora había un cierto margen para hacerlo.
A los veinte minutos, alguien exorcizó el ambiente preguntándome por la investigación sobre “el narcotraficante ése”, omitiendo menciones o referencias explícitas sobre la fuga o el Club. Respondí de igual manera, contando el curso de las investigaciones y compartiendo algunos detalles que yo sabía podían constituir para ellos el privilegio de oírlos de primera mano, tales como el encuentro con Giovanelli y -más aún, por la primicia y ciertos detalles reveladores del gusto- la visita a la Mansión Posse.
Ahí nomás, se organizó un partido de truco y se repartieron las cartas, lo que nos sirvió para ingresar en la normalidad.
Debo confesar que Félix se había portado como un caballero. Nada cálido, pero como si nada hubiera pasado entre nosotros. A los que había notado algo exaltados eran a Enrique, principalmente, y un poco a José. El resto, con sus más y con sus menos, eran para mí parte de la platea.
Al conquistar partido y revancha, los ánimos se excitaron un poco. Enrique odia perder y eso lo llevó a lanzar irresponsables ataques algo subidos de tono sobre rasgos de mi personalidad. No quise retrucarle ahí, pero esperaba ansiosamente tener la oportunidad de encontrarlo a solas para pegarle un buen golpe en la boca del estómago.
Dos partidos y unos cuantos whiskies después, la cosa se puso peliaguda y ya no pude tolerar que Enrique me diga “trepador” ni que José sonriera con sorna y sin disimulo. Ahora estaba claro que no tenía nada que ver con el partido ni con algún suceso de esa tarde; él se desbocó inesperadamente, y yo perdí los estribos.
Me levanté, avancé lentamente hacia él con mis ojos fijos sobre los suyos (pude notar el miedo contenido en su expresión cobarde) y, cuando estuve a la distancia de romperle la nariz, sentí que el juego había terminado; como cuando suena el timbre del recreo en el colegio.
–Estoy un poco cansado, ¿saben? Cansado de ganarles -dije, con un extraño tono inocente en la burla- . Así que, mejor, me voy a dormir.
Sin más, di media vuelta y con lentitud, como para que no pareciera huida, gané la puerta. A los poquitos minutos estaba en la calle.



VII


Al preparar la cobertura del caso, me encontré que tenía muy avanzada mi investigación pero que eso no era suficiente como para escribir una buena nota.
Me faltaba la historia del día. No podía contar el episodio de Beccar sin que eso me hiciera aparecer como un bobo que cada vez que se ve con un fulano de gran calibre no sabe cómo extraerle alguna declaración significativa.
Opté por ofrecer una nota basada en el facsímil de la carta del ex mucamo y obviar la visita a la Mansión Posse. En realidad, la visita me aportaba muchísimo más que esa extraña misiva. Pero la última era más fácil de presentar. El efecto de la amenaza y la santificación de ese sobrino de Herodes eran elementos que hacían entretenido el material, aunque que no aportaban nada a la investigación.
Terminada la crónica, me encontré en el bar con un colega de la sección Economía que me explicó que en la Inspección General de Justicia podía seguir el rastro societario, y me pasó un par de teléfonos y contactos que fueron muy gentiles en facilitarme la tarea.
Sin embargo, no fueron muy gratas para mí. Había un elemento que me dejó helado: la firma de balances correspondía al contador José Belaunde.
Por más bronca que le tuviera en ese momento, tenía un vínculo de amistad con él y con su familia, además de un cierto parentesco y una magnífica relación que excedía en mucho el mero nexo con José. El hecho de que uno de ellos fuera personero de Muñoz Posse, y, al mismo tiempo, amigo mío y un socio muy activo del Club lo convertían en un verdadero incordio.
¿Cómo podía ser que no me hubiese dicho nada en el momento en que conté los detalles de mi visita a la Mansión Posse? El estaba ahí. Me pregunté si no había otro contador José Belaunde.
En tales circunstancias costaría mucho más contárselo. Pero debía hacerlo antes de publicarlo en el diario.
Lo pensé unos pocos minutos y decidí llamarlo, no fuera cosa de que una excesiva cavilación sobre el impacto social y familiar que esto pudiera causar prevaleciera sobre el deber de informar. Yo buscaba las falanges de la “conexión Posse” y nada podía ser más valioso que su contador para desmadejarla.
Su secretaria me dijo que “el contador salió, Diego, tal vez lo encuentre en el Club a esta hora”. Cerré todo –allí sólo es segura la hora de ingreso- y me largué para encontrarme con él.
Casualmente, fue la primera persona que me crucé en el hall de entrada. Hablaba por celular, cosa que no está permitida en el resto de la casona, tanto por razones de urbanidad como por las limitaciones que la antigua construcción de gruesos muros produce sobre el alcance de la antena.
- ¡Sos un hijo de puta! –le zampé como si no estuviera hablando- ¿cómo no me dijiste que...?
- ¿Así que yo soy el hijo de puta? –respondió sin reparar en su interlocutor telefónico.
No terminó de decirlo que ya nos estábamos agarrando a las piñas. Sorprendido, el doctor de Elía, que justo abría la puerta, tuvo la improvisada tarea de árbitro y logró deshacer el entuerto:
- A ver, muchachos: vos, José, te vas al vestuario y lavate la cara, que tenés la nariz sangrando; Diego, vení conmigo.
Subí con él a uno de los salones privados del primer piso y, tras un incómodo silencio en la escalera, consultó con tono de confidencia:
- ¿Qué pasó?
- Lo que pasa es que no soporta su propia realidad: José es el contador de Muñoz Posse, ¿podés creer?
- ¡...’jate e’ joder! –exclamó demudado.
- Es la pura –insistí-; no llegué a decírselo que ya me estaba lanzando un bife. Así como lo ves...
- ¡Qué lacra! –disparó, como si entre sus clientes no faltaran monstruosidades humanas más espantosas que el hombre del puerto-. Mirá que yo trato con criminales de toda laya, pero estos tipos son chorros; le roban a la gente, porque hacen negocios sucios con los políticos. Ayer mismo estaba con nosotros escuchando tus anécdotas en esa Mansión y no dijo nada.
Por recomendación del letrado decidí irme. Le dejé una nota manuscrita a José por si quisiera hacer algún descargo aunque, honestamente, ni lo esperé. Sabía que luego de aquellas reacciones sólo puede seguir una actitud silenciosa de culpabilidad. Rara vez la agresión se convierte luego en amabilidad. Estuve casi toda la noche y parte de la mañana siguiente en internet armando el rompecabezas societario de la Organización Posse.
Una vez que lo tuve listo, hice un par de llamados y me encontré con una persona de la IGJ que me facilitó el final de la pesquisa. El estudio de contadores y auditores que capitaneaba José Belaunde era el articulador: no había dudas, y así fue publicado en El Ciudadano al día siguiente.
Esa mañana, después de atender a las radios, me volví a tirar a la cama y me quedé a almorzar en casa con mamá y con Carmen. Les estaba debiendo algo de mi compañía.
Estábamos en la mesa, cuando llamó Enrique:
- ¿Vistes lo de José?
- Que se haga cargo... –respondí secamente.
- Ya lo hizo, boludo. Tenía un almuerzo con alguien en el Clark’s de Sarmiento. Llegó, pidió una mesa, bajó al baño y se reventó la cabeza de un balazo frente al espejo.


VIII


No me acuerdo de que haya habido otro velorio en la historia del Club. Sólo en un tiempo de auge de la juventud en la comisión directiva, se autorizaron unos pocos casamientos. Pero eso duró mientras los jerarcas fueron más pichones. Cuando crecieron se percataron de que el club no debía ser otra cosa que eso: un club. Para salones había que buscar en otra parte... o en aquellos clubes que necesitaran de otros medios para funcionar.
Lo que pasó fue que Félix estaba tan extraordinariamente afectado por la muerte de su amigo que, al ver a la viuda convertida en lágrimas, no pudo contenerse y ofreció las instalaciones del caserón de la calle Bolívar para evitar que José fuese llevado a una casa de velatorios, dado que lo de Belaunde estaba en obra por esos días. “Dale, hacelo en el club; sabés que a José le hubiese encantado”, insisitó.
Creo que fue una de las pocas veces en que me sentí extraño y excluido en mi propio Club. No me acostumbraba al nuevo paisaje y, porqué no decirlo, a ser el malo de esta espantosa novela policial. Me sentía un colado y muy cola de paja.
Tenía la idea de pasar poco tiempo. Por eso fui directo al comedor, donde estaba el cajón. Recién ahí, al verla, me percaté de que Beatriz –su mujer- podía reaccionar de cualquier manera. Mi duda duró un par de eternos segundos hasta que la joven viuda me vio y se acercó para abrazarme emocionadamente. No hubo palabras.
Sospeché que hasta entonces nadie la había advertido acerca de la historia publicada en el diario. Nadie en una circunstancia así podría haber reaccionado tan serenamente. Me dio pena. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Di media vuelta, y sin acercarme a mirar por última vez a José Belaunde, me fui del salón.
Subí al segundo piso y me metí en la sala de música a tomar café con Enrique. No podía rajarme tan rápido. Lamentablemente, el chiquilín se había puesto serio: su peor papel. Parecía tener la obligación de desautorizarme y repetía un horrendo monólogo que parecía la Espantosa Enciclopedia de los Lugares Comunes. Es muy chocante ver cómo el hijo de una ilustre familia patricia puede tan ordinario y baja la elevación de su pensamiento.
- No tenés la menor idea de lo que te estoy contando, Enrique. No llegás ni a dimensionarlo –nunca lo había agredido verbalmente de esa manera.
- ¿Podés creer? –interrogó inclusivamente al doctor de Elía, que se asomaba para chusmear quién había cumplido con su deber humano y de urbanidad, y quién lo había desatendido- Me dice, poco más, poco menos, que José era un mafioso.
- Que sea un desconsiderado no significa que no tenga razón –respondió el letrado que, en dirección a mí, agregó con tono desaprobador- ¿no podés dejarlo partir tranquilo? Dentro de un rato vas a poder profanar su sepultura con la difusión de tu último informe. Dejalo descansar al pobre José...
- ¿Qué –se sorprendió Enrique-, entonces Diego tiene razón?
- Ya te digo –replicó el ave negra con tono irónicamente serio-: no voy a alterar a un espíritu que está presto para su vuelo hacia la residencia final.
- ¿Ves –increpé-, vos que no me creés? ¿Vas a esperar a que llegue el escribano Vila para que de fe de lo que te digo?
- ¡Yo a vos no te creo más! Ni a vos ni a ningún periodista –contratacó. Tiene razón Félix: son unos carroñeros.
- No seas burro –disparé-: justo vos, que consumís medios, pensás en audiovisual y sólo sabes repetir los editoriales de Miranda. Sos igual que tu padre, que es una especie de momia del saber.
Me había extralimitado. Había ingresado en un espacio familiar complicado. Gracias a Dios, de Elía, que estaba aburridísimo con esa pelea de adolescentes pidió más café y, de esa forma, dio por acabada la discusión.
Con el aroma de la infusión tropical los recuerdos de José llegaron desde la cancha, del vestuario, del baño y de las duchas, y la imagen del contador cedió a la del cofrade, del pelotari, del jodón, del mentiroso en el truco, hasta que la memoria se transformó en leyenda.
Sin darnos cuenta, la noche se había escurrido y nuestra salita estaba llena de gente que se regodeaba con las más lindas historias de José Belaunde que contábamos los que más lo habíamos conocido.
Para algunos, escucharme resultó intolerable. Pero un solo valiente, Apolinario de Elizalde, un amigo contemporáneo de José –creo que habían ido juntos al colegio-, se atrevió a expresarlo: “¿Qué carajo hacen acá, con esta lacra miserable?
Un silencio de miradas bajas y comprensivas acortó su diatriba y lo lanzó fuera del circulo. Callé más que nadie. Me aterraba la idea de que el escándalo atrajera a Beatriz y eso precipitara el desenlace más temido.
Apenas pude, alcé la vista y mi mirada se cruzó con otras, solidarias y comprensivas. Me dio calor, y volví a bajar la cabeza.

IX


Nos miraba a los ojos. Sus pupilas, oscuras y saltarinas, activaban a su interlocutor, según lo requería el ritmo de su programa. Miranda podía encender o desactivar el ánimo de los participantes de sus mesas redondas como si fuera un director de cámaras que elige cuál prende y cuál apaga su luz colorada.
“Nuevo Siglo” era la cocina televisiva de la noticia. Nada era tan importante si no pasaba por allí y, viceversa, todo lo que Miranda llevaba a su programa se volvía un asunto sensible porque así lo juzgaba el gran conductor.
- Dígame, Ortíz: ¿vale todo en el periodismo? Usted que es un periodista inteligente, ¿no cree que las historias tienen límites éticos, y que éstos son definidos por la vida y la muerte de sus protagonistas?
Lo de “periodista inteligente” no me gustó nada. Era la invitación ineludible para la soberbia.
- Si, claro que existen límites, pero creo que están definidos por la verdad y la mentira.
- ¡Epa, epa! La verdad, la mentira... ¿Quiénes somos nosotros, simples periodistas , para determinar qué es la verdad y qué es mentira?
- No es que nosotros la vayamos a definir. Somos testigos de algo que podemos ver o escuchar y es nuestro deber transmitirlo lo más fielmente posible. Tergiversar un relato para favorecer una situación, por ejemplo, sería mentir; honrar los hechos, hablar la verdad.
- Le voy a decir una cosa, Ortíz... ¿o puedo llamarlo Diego? Podría ser su padre, o su abuelo.
- Si, llámeme cómo le resulte más cómodo –dije, distendiendo-.
- Yo mismo desconfiaría de mi objetividad –agregó, tomándose como fiel de la balanza o unidad métrica de la verdad- frente a un caso en el que la principal persona involucrada –llamémosle, la víctima- es un íntimo amigo mío.
A esta altura era evidente que él tampoco era lo perfectamente objetivo que debía ser. El hilo argumental y la exageración de ciertos elementos –tales como llamar íntimo a quien era un poco más que un compañero deportivo- lo dejaban de manifiesto.
- Discúlpeme, Miranda, pero me parece que se equivoca: el protagonista de esta historia no era el pobre Belaunde; y mire lo que le voy a decir... tampoco lo es Martínez Giovanelli.
- ¿Qué me está diciendo, Diego? Está bien claro que no hay otros personajes en esta historia más importantes que ellos.
Su mirada se clavó en el escritor Ekl Amundsen, dándole pie para que opine.
- ... absolutamente, Miranda. A mi juicio, el papel de Giovanelli es el de un hampón que con su colorida cita en la reserva Ecológica involucra al joven periodista y le hace perder perspectiva. Me animaría a decir que se trata de una variante ligera del Síndrome de Estocolmo.
- Usted siempre tan locuaz, Amundsen, ¿porqué no le explica a la audiencia en qué consiste ese fenómeno?
- Se trata de una situación de empatía que se produce entre el secuestrado y el secuestrador. Aquí no se dio una situación de secuestro, pero sí de retención involuntaria por parte de la víctima. Es algo muy interesante, Miranda, y está científicamente comprobado.
- Me encanta, Amundsen: usted siempre tiene una ilustración para hacernos. En su último libro –“Conversaciones con Jessica”, que es una maravilla- logra situar la trama en una estación de tren un día de paro ferroviario y describe la idiosincracia de los argentinos a partir de las observaciones que surgen del dialogo que mantiene el narrador con una repartidora de diarios de circulación gratuita. Una joya.
Los ojos de Miranda no volvían hacia mí, por lo que intenté llamar la atención de cualquier manera, pero él se mantenía en su rigidez y no volcaba la cabeza para mirarme. Rebelde, decidí interrumpir:
- ¿Porqué no me pregunta quién creo yo que es el auténtico protagonista de esta historia?, ¿es que no quiere conocer la verdad?
- ¿La verdad? ¿Qué es la verdad? Puede ser que usted, Padre Terno, lo pueda saber –interrogó Miranda a un sacerdote que esperaba detrás de cámaras a su turno en el próximo bloque. ¿Porqué no nos lo explica?
- Dice Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí –y el clérigo consignó: San Juan, capítulo 14, versículo 6.
- Muchas gracias, Padre. Y mirando a la cámara, seriamente reflexionó: Todos somos inocentes hasta que demostremos lo contrario. No provoquemos más suicidios. Vamos a un corte.

A la mañana siguiente, todavía masticaba la bronca de la noche anterior. Intentaba leer el diario, pero no me concentraba; venían a mi mente repetidamente las imágenes y los diálogos de “Nuevo Siglo”.
Pensaba en los argumentos y las manganetas a los que debería haber recurrido para evitar el mal rato vivido, cuando sonó el teléfono:
- Hola, Diego, soy Fidel, ¿cómo estás?
- ¿Fidel?
- Bonardo, macho, Fidel Bonardo.
- ¡Ah! ¿Qué tal? –respondí, sorprendido.
- Qué turro que es este Miranda, ¿eh? Ni te dejó hablar...
- Si, estaba pensando en eso –expliqué, sin convicción.
- Debió haberte dejado explicar tu hipótesis. Es un viejo zorro.
- Si, claro...
- Oíme: por lo que ví, a vos te gusta el periodismo de corazón, ¿no? –sin dejar que insertara un cumplido, el operador continuó- Tengo un dato que solamente un tipo como vos puede valorar. Pero mirá que es un dato jodido, porque involucra a El Ciudadano. No es de ahora, pero vistes cómo son los de tu diario...
Esa misma tarde nos reunimos. No me gustaba nada la idea de involucrarme más con Bonardo, pero era una forma de frenar la batalla que podía desatarse de un momento a otro. Quería reconocer el gesto de buena voluntad de este intermediario de la palabra y, de paso, enterarme de lo que se decía del diario en los mentideros. Luego analizaría cómo proceder.
La información se remontaba a los tiempos en que gobernaban los militares y no se concentraba exclusivamente en El Ciudadano, sino en una red de contactos que la Secretaría de Información Pública tenía en todos los medios de comunicación.
No parecía complicado; es más, podía ser una historia muy interesante. Había que ver cómo lo recibirían en la redacción. Mi objetivo era mostrar buena predisposición hacia Bonardo; en todo caso, una negativa del diario era algo que me excedía.
Primero mi jefe y Estevez, después, se quedaron sin palabras ante mi planteo. Me miraban extrañados sin saber qué decir.
- Bueno, fíjese en la información que maneja esa gente y tráigala, así la revisamos juntos. ¿Le parece, Ortíz? –exploró, conciliatorio, Estevez.
Juraba que la desconfianza del jefe de la redacción, más que corporativa, era particular. Yo sabía que él había sido editor de Política en los años de plomo y tal vez temiera estar involucrado en la denuncia.
Salí exultante de su despacho. Le había pagado con las mismas monedas el rigor informativo y el compromiso con nuestros lectores. Su expresión de extraña molestia, debo confesar, me hizo paladear el dulce sabor de la venganza.

X


Preferí no decirle nada a mamá. Eran demasiados los problemas y no estaba en condiciones de sumar un frente de conflicto más.
Decidí hablarlo con Mencha. Con alguien tenía que descargarme y reflexionar. Nadie mejor que ella, que no entiende mucho del tema, me quiere y está abierta a todo lo que venga de mí.
Hablaba y me escuchaba. Por momentos, sin darme cuenta, me quedaba mascullando cosas y, al levantar la vista, veía que Carmen se volvía disimulada y repentinamente de alguna involuntaria distracción.
El teléfono sonó más fuerte que nunca y me sobresaltó. No llegó a replicar que ya lo había atendido. Era Bonardo que quería saber a dónde me mandaba el listado. Una moto me lo acercaría a donde yo le dijera; es decir, a casa.
Intenté matar la ansiedad leyendo material sobre la época y tratando de buscar pistas que me ayudaran a develar el misterio antes de recibir esa nómina.
Cansado de pensar, me cebé unos mates, salí al balcón y llené mis ojos de cielo; luego los cerré y me quedé con esa imagen grabada en mi mente. Cada tanto, me chupaba un amargo hasta que Carmen se asomó y me entregó la carta. Con el ruido de la calle no había oído el timbre.
Abrí desesperadamente el sobre sin membrete y desplegué el papel oficio que desnudaba impúdicamente los nombres de la vergüenza. Revisé rápidamente la columna izquierda, correspondiente a los medios, hasta llegar a El Ciudadano; luego, curcé hacia la derecha, y mi razón no pudo acreditar lo que veía.
Busqué en lo alto una explicación. Mi brazo se aflojó y soltó la hoja, tal vez deseando in conscientemente que el viento la llevara muy lejos mío. Mencha se asustó y atinó a agarrarla.
- Ni se te ocurra –le disparé sin saber qué es lo que quería evitar.
- ¿Qué pasó, qué dice? –consultó púdicamente, sin mirar la carta.
- Es un disparate, es una trampa... ¡son unos hijos de puta! -no hay mejor defensa que un buen ataque. En este caso, nadie podía ser más merecedor de mi odio que esa asquerosa corporación portuaria.
Mencha orejeó la misiva y se quedó pálida.
- No puede ser, no puede ser. Papá nunca podría haber hecho algo así.
Todos sabíamos que la pobre Carmen se había construído una imagen algo legendaria de un padre a quien no había conocido, pero la imagen pública de Juan B. Ortíz estaba realmente muy lejos de ser la de un soplón del régimen.
Nos pasamos una hora charlando y analizando las causas del fraude de la probabilidad de que sea veraz hasta que decidí ir a hablarlo con Estevez. Me esperaba silencioso y taciturno en su despacho. Le entregué la carta y la relojeó.
- ¡Son unos chantas! ¡Edobaldo Galvez jamás pudo haber sido botón de los marrones!
Era obvio que había visto en mi rostro el deseo de que todo fuera mentira y que buscó un medio verosímil para persuadirme.
Dejé que continúe su lectura y, al término, arrojó el papel sobre la mesa. Levantó su mirada y me interpeló:
- ¿y? ¿Qué querés hacer?
- No tengo la menor idea –le dije, sinceramente.
- En esta no te puedo ayudar: soy parte interesada. No sé si sabés que en ese tiempo yo estaba a cargo de la sección Política. ¡Imaginate! No soy objetivo.
El silencio se hizo más largo en mi mirada perdida.
- Pensalo y vení a verme –fue la valiente recomendación de Estevez; si hubiese podido, lo pisaba con el auto.
Entre los pocos que me atreví a consultar no había una sola opinión coincidente.
Estaba despatarrado en mi escritorio cuando el teléfono sonó como para anunciar un incendio. Atendí:
- Hola
- Hola, Diego, ¿y? ¿qué te pareció? –preguntó secamente Bonardo.
- Que sos ponzoña en estado puro –me limité a contestar para no mostrar que sangraba por la herida.
- No me vas a decir que no es un buen dato, ¿no? Ni se te ocurra dudar de su validez, no sea cosa de que investigues y te enteres de cosas más feas.
- ¿Vos siempre fuistes así o ahí, en el puerto, tienen una maestría para formar miserables?
- Vos hacete cargo de la parte que te toca, SuperTrue. Ahora quiero ver qué hacés con la merca esa.
Me estaba desafiando. Ese sorullo me corría por derecha. ¿Cuántos, igual que yo, pudieron haber sido víctimas de un chantaje así? ¿Cuánto poder reunían con este tipo de maniobras? Como soy joven y tengo relativamente poco para que me apreten, fueron por mi viejo, pero con qué pocos errores o miserias pueden asustar a una persona con más edad y compromisos que yo? Al final, por una cosa o por otra, nos tienen a todos agarrados de las pelotas.
Sentí un impulso tremendo. Me enderecé, apoyé los dedos en el teclado, fijé mis ojos en el monitor y escribí durante una hora y media, sin parar.
Con la impresión, subí al sexto piso y le entregué el material a Estevez. Era evidente que el Gran Comandante de Polígrafos no sabía qué hacer con ese regalito. Lo leyó, lo pensó y, finalmente, me devolvió el material.
- Ahora está en tus manos –sentenció.
Bajé a la redacción y se lo dí a Olmos para que lo viera.
- Me dijo Estevez que haga lo que yo quiera.
- ¿y qué querés hacer? –consultó extrañado luego de leerlo.
- Publicarlo, tal como está.
Me miró con los ojos entrecerrados y su rostro se transfiguró.
- ¡Hacé lo que se te cante el traste! –atacó- ¡Me das asco!
- ¡Vos también a mí! ¡Mirá cómo me tratás! –repliqué para no ser menos.
La discusión subió de tono, aunque no podría precisar si llegó a los gritos. Estoy seguro de que no llegó a los manotazos. Sin embargo, un colega de una sección vecina tuvo que venir a separarnos.
Mi respeto –¿qué digo? mi cariño- por Tito Olmos era tal que evité de cualquier manera que el episodio pase a mayores, así que –con alguna ligereza, debo reconocer- le pedí disculpas y salí eyectado para el comedor.
Entré como una tromba. De soslayo percibí la presencia de Vazquez e hice todo para eludirlo; no estaba para sermones. Curiosamente, me pareció que él también esquivó mi mirada.... ¡para lo que me importaba! Avancé derechito hasta la mesa de los chicos de la sección deportiva donde se juntaba gente y jerarcas de varias secciones, pero cuyo comun denominador era haberse iniciado en la crónica deportiva; es decir, unos cuántos.
Chupé. Necesitaba distenderme. Me perdí en todas las discusiones, en las que participé con vehemencia. Automovilismo, boxeo, atletismo, tenis y fútbol, obviamente. Para cada tema tenía una opinión terminante; no admitía contradicciones, excepto de unos pocos. En alguna ocasión me descubría con el dedo en alto y en otras, con cierta tartamudez que opacaba mi locuacidad.
Me fui quedando solo y me aferraba, con palabras de sentido cariño, a los comensales remolones que admitían cualquiera de mis planteos, sea que tuviera razón o que no la tuviera. Decidí no quedarme a barrer. Eran las dos de la mañana. Les propuse ir de boliche a La Diosa. Sospechaba que en Pachá no sería bien recibido, ni tenía intenciones de otra cosa que no fuere distraerme, cambiar de ambiente.
Pagamos el taxi entre los tres y nos escabullimos en el desfiladero. A los pocos minutos ya no entendía qué hacía allí. Llena de gente, la pista es cualquier cosa menos un lugar para bailar. Me había perdido de mis compañeros atraído por los roces y las miradas de la fauna bolichera. Mis ojos andaban detrás de dos bolitas negras que iban y venían de su compañero hacia mí, cada vez que podían. Al rato, me cansé y busqué en la barra un trago reparador que vino a instalarse en mi mano como el no vidente se aferra al lazarillo.
Había llegado al punto que quería alcanzar: oía sin escuchar y veía sin mirar. Desde la barra, atalaya del curda, oteaba esa pampa de potras y yeguas que se agitaban debajo de la bola de espejitos iluminados por la luz negra. El efecto lumínico creaba un halo mágico que convertía en personajes míticos y legendarios a todos los concurrentes a ese templo pagano.
De pronto, ubiqué a mi presa en el otro extremo del curvo mostrador, como si estuviera descansando de la temporada de caza. Su rostro tenía una expresión angelical, mientras que su cuerpo lograba un detallado relieve en un corto vestido blanco de satén (si, algo así como un camisoncito sensual). Ella tenía sus ojos fijos en el baile, y yo los míos en ella.
No había llegado a preparar ningún plan cuando ella se levantó y caminó hacia el lado donde estaba yo, en obvia dirección hacia el baño. Casualmente, dos pasos antes de cruzarse conmigo, se dobló en dos y se tomó el tobillo, que se erigía desde lo alto de un taco aguja.
Nunca tan solícito, me lancé sobre su pie e improvisé primeros auxilios traumatológicos que hicieron inmediato efecto en mi zona pélvica. Evidentemente era muy ducho en el arte de curar, porque ella celebró mi tratamiento con gestos de alivio y palabras de agradecimiento.
En búsqueda de un lugar cómodo y tranquilo, que fuera propicio para la recuperación del paciente, terminamos en el VIP. Sin darnos cuenta, el dolor había pasado y nos conectábamos muy profundamente en suaves besos y caricias, que a veces la hacían estallar en agudas risitas.
No tardé mucho en quedarme dormido. Me avergüenza reconocerlo, pero la combinación de stress y caricias, en mi caso, terminan siempre igual. Estaba como desmayado. Ahora la que me auxiliaba era ella. Raptos de lucidez me permitieron acercarme a la salida. Una vez afuera, me pude despejar un poco. Salimos a dar un paseíto por la Costanera, para el lado de la central de generación eléctrica.
Cada dos por tres los tambaleos se convertían en abrazos y éstos, en besos, algunas veces más apasionados que otras.
Nos detuvimos a la vera de esos barcos eternamente abandonados. Tuve un momento de vértigo cuando me tenté de ofrecerle ingresar en él para culminar nuestro romance como este lo merecía, pero los interrogantes logísticos eran numerosos y desistí.
Para mi sorpresa, del buque tapera salió un sujeto vestido con un impermeable beige y una gorra inglesa, que parecía cubrir una añosa pelada.
- ¿Diego Ortíz? –me interrogó.
Creo haber respondido afirmativamente.
- No sé si se acordará de mí, soy Anacleto Sanchez –se presentó mientras tomaba mi diestra con sus dos manos.
El silencio fue toda mi respuesta
- Le ruego que no me falle –insistió-. Usted me comprende, ¿o no?
No tengo claro si fue real o si lo soñé. Lo cierto es que los albores del día me encontraron tirado frente a ese barco olvidado en la amarra.
XI


En aquellas largas cabalgatas de mi adolescencia pude notar que el amanecer es la hora más fría del día. El cielo se vuelve una paleta de colores que empiezan con el celeste claro en el horizonte, que se confunde en este caso con el río, se vuelve azul Francia en lo alto del cielo y se oscurece hacia el oeste, ocultando los detalles urbanísticos de la ciudad.
Del lado de la calle pude identificar dos siluetas humanas a mi lado.
- ¿Quiénes son ustedes? –interrogué, asustado.
- No se preocupe: somos de la Prefectura. El coronel Martinelli nos ordenó que cuidemos de usted.
- ¿Martinelli? ¿El interno de la UPE N°4?
- Afirmativo. Con todo respeto.
- ¿Me está hablando en serio? –insistí-. Martinelli es coronel del Ejército, no es prefecto.
- No estamos autorizados a darle más precisiones.
- ¡Esto es un disparate! Los lectores no lo van a poder creer...
- No es algo que deba difundir en la prensa ¡señor! Además –continuó el que hablaba-, debería estar agradecido a mi Coronel ya que, de no ser por él, ahora estaría muerto... ¡señor!
De pronto vino a mi mente la última imagen de la noche anterior. Me dí vuelta y pude ver la embarcación abandonada. No había señales de presencia humana, ni rastro alguno de vida. Pero era un hecho que Anacleto Sánchez, se saco y corbata, se había corporizado allí mismo hacía muy pocas horas.
Voltée la cabeza para interrogar al prefecto, pero ya no estaban allí ninguno de los dos. No se veía señal alguna de su veloz retirada. Sentí volverme loco. Dudé de todo lo que había visto y oído en las últimas horas, incluyendo la redacción de esa nota que embarraría el nombre de mi familia para toda la cosecha. Me estremecí. No pude pensar más. Caminé a paso vivo hasta una estación de servicio, pedí un radio taxi y, tras tomar un café y una media luna, me fui a casa.
En el camino compré el diario y busqué mi nota en forma desesperada. No llevó mucho tiempo: había un editorial en tapa titulado: “Autocrítica periodística” en la que se destacaban las actitudes del medio y del periodista (un servidor). Mi artículo ocupaba toda la contratapa, con infografía, fotos y todo. La suerte ya estaba echada; no había regreso posible y, por decirlo de otra forma más, había quemado las naves.
Entré muy silenciosamente en casa para no despertar a nadie. Un llamado telefónico me puso absurdamente en evidencia. Me lancé sobre el aparato como aquellos soldados que cubren las granadas con su vientre. Era el productor de “La Mañana Radial”, a quien pedí que me excuse ante Miranda. “Me acosté muy tarde”, argumenté, cuando el problema real era que no tenía una sola explicación racional ante el fenómeno que me estaba haciendo famoso. Además, ya tenía demasiados elementos para desconfiar del monarca de la prensa local.
Me duché rápidamente, me cambié y salí para el diario, sin siquiera tomarme unos mates. No me imaginaba cómo hubiera sido encontrarme con mamá, ni quise experimentarlo.
En El Ciudadano me homenajearon todos, excepto Estévez, que me mandó a llamar al sexto piso. Al llegar, lo vi parado al lado de su biblioteca urgando en un libro que sostenía con sus manos -“Sobre Héroes y Tumbas”, según pude observar-. Y que leyó en voz alta: “... y como Martín le preguntó si entre dos seres que se quieren no debe ser todo nítido, todo transparente y edificado sobre la verdad, Bruno respondió que la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción. Agregando que siempre había alentado el proyecto de escribir una novela o una obra de teatro sobre eso: la historia de un muchacho que se propone decir siempre la verdad, cueste lo que cueste. Desde luego, siembra la destrucción, el horror y la muerte a su paso. Hasta terminar con su propia destrucción, con su propia muerte”.
Cerró el libro, me miró a los ojos y agregó:
- Ernesto Sábato. Clarito, ¿no? Decime, ¿vos sos el protagonista de esa novela?
Ante mi enmudencimiento, retrucó:
- ¿Querés serlo?
- Si me permite –hice un esfuerzo por concentrarme, y repetí-: “Dicen que soy mal hablao/ porque miro y no me callo./ Busco respuesta y no la hallo,/ díganme si estoy errao./ Soy un perro abandonao/ tan sólo por ser altivo/ ser decente es mi castigo/ y de evitarlo me empacho;/ he pecao por ser macho, / pero nunca por ladino”. José Larralde.
- Me lo imaginaba –comentó, meneando la cabeza-. Andá; nos vemos abajo en un rato.
En la redacción todo era palmadas en la espalda, confesiones, frases célebres y felicitaciones.
Hinchado, como un almohadón, tomé una decisión que necesitaba de mucho coraje: volver al Club. No sabía cómo me iban a tratar. Estaba harto de escapar. Era hora de encarar el juicio de mis consocios y había obtenido toda la confianza que necesitaba para hacerlo. Una docena de entrevistas en radio y en televisión me presentaban como el paladín de la verdad. Me barnizaba de gloria. Lo bueno era que no se lo nombraba papá, sino que se hacía referencia a un hijo que estaba dispuesto a entregar hasta a su difunto padre por informar verazmente, más allá de las consecuencias personales.
El Club no estuvo ajeno a ese espíritu. El propio Félix Lamarca, que me había tratado con tanta frialdad, emocionado hasta las lágrimas, me abrazó silenciosamente como al hijo que su soltería no le dio. El ladilla de Enrique no se separó de mí en toda la tarde y festejó todo cuanto yo hacía o decía.
El único detalle que me apenó fue la apurada salida de Apolinario de Elizalde. Con el rabillo del ojo lo vi eyectarse de la silla en la que se estaba cambiando apenas vio el tumulto. ¡Tuvo que ser una persona leal hasta la muerte la que no soportó mi presencia, mientras yo festejaba con quienes hacía muy poco tiempo me denostaban, y ahora me trataban como a una celebridad!
- Sos el único periodista en el que creo -se sinceró el Pipa Varela-. ¿Para qué te voy a mentir? Para mí son todos unos mentirosos, unos corruptos; menos vos, claro -el elogio me resultó demoledor.
- Te juro, Diego, que esta mañana brindé por vos -el Colorado Menéndez honraba hoy a su seudónimo con la cara encendida como una brasa.
- Muchas gracias, Sofanor –respondí alegremente-, creo haber sentido en mi ánimo el izamiento de esa copa.
- Me dejás más tranquilo –acotó Menéndez-, porque hasta acabar la botella no paré. ¡Qué orgulloso estaba de mi amigazo! Esther, que estaba al lado mío desayunando, no me deja mentir.
- ¿Qué duda me puede quedar, si no hay palabra más honesta que la suya?
En ese mismo instante vi como sus ojos se inundaron de lágrimas y, para no incomodarlo –ni pasar el trago agridulce de la consolación- desvié mi mirada hacia Pereda, que esperaba para darme la mano. Por momentos me sentía un novio que saluda en el atrio a los participantes de un casamiento.
- Decime –me interrogó Pereda-, este muchacho Muñoz Posse, ¿qué tal es? ¿Un bolichero, no? Un compra venta...
La pregunta técnica sobre el dueño del puerto me descolocó. No sabía qué responderle, porque no terminaba de interpretar su interés por el tema que claramente parecía exceder a lo periodístico.
- Te digo, porque estuvo por comprarme un campo pero no pudimos ponernos de acuerdo en el precio. No estaba dispuesto a pagar lo que valía la hectárea. Me dio la impresión de que andaba buscando a un ahorcado...
- ... y, si, Pereda, esta gente no tiene ningún prurito de nada. Tienen el alma oscura como una nube de granizo –mientras respondía cualquier cosa para salirme del paso, me percaté de que él podía aportarme un dato clave: ¿Quién se lo presentó?
Lamentablemente, justo en ese instante, alguien pidió silencio. Sentí un raro alivio: ¿qué hubiera pasado si me respondía que era José quien le había llevado al fallido comprador?
- Amigos, consocios –Félix llamó la atención del público reunido en el living subido al banquito de madera que suele usar el lustrabotas que viene los miércoles-: me animo a decir que todos estamos muy orgullosos de vos, Diego. En estos días nos has demostrado la gran persona y el inmenso profesional que sos. Como ustedes saben, soy de muy pocas palabras. López está sirviendo un poco de champagne y, luego de brindar, propongo que juguemos hoy, en memoria de tu padre, nuestro querido consocio, la Copa Juan Bautista Ortíz.
Estuvo brillante. La gente relampagueó. Se elevaron los cristales. Se escucharon los moqueos propios del sollozo y, en pocos segundo, estábamos todos en el vestuario cambiándonos y discutiendo la modalidad del torneo: si debía ser por descalificación, la revisión del handicap, el premio.
De remate, llegué a la final y perdí. La farra se corrió hasta casi las tres de la mañana. Los ocho que quedábamos salimos abrazados y cantando. Todos borrachos.

XII



Cuando me levanté, todo era silencio en casa. Fui hasta la cocina para cebarme unos mates y encontré una nota en la mesada: “Diego: Carmen y yo vamos a estar en La Rinconada hasta el domingo. Un beso, mamá.”
Sentí como un latigazo. No podía decir que era un mensaje frío (saludaba con “un beso” y firmaba maternalmente) o cortante ni que se habían ido sin avisar. Nomás, se habían marchado en el momento en que más las necesitaba.
Estuve unos cuantos minutos mirando la nota, sin siquiera prender la hornalla para calentar el agua. Pensaba en la fuga de las dos personas que más quería en la Tierra. Dudé sobre lo que estaba haciendo. ¿Para qué tanta denuncia?, ¿es que nunca había pensado en lo que las lastimaría?, ¿solamente pensaba en mi carrera? Tenía que dejarme de hinchar y juntarme con ellas en La Rinconada, o todo esto acabaría conmigo.
El teléfono me hizo volver a la realidad. Pensé que sería mamá para ver si había llegado a leer la notita.
- ¿Ortíz?
- ¿Si?
- Le habla Tellechea, ¿me recuerda? –era imposible olvidar al augusto criminal que encabezaba el pelotón de refugiados de la UPE N°4-. Me pidió el coronel Martinelli que lo llame y le recomiende que se borre por unos días. El valora mucho su valentía, su coraje. Aunque no lo sepa, el Coronel está velando por usted; lo está protegiendo.
- Disculpe, Tellechea, ¿de dónde me está llamando?
- Del penal. Lamento que no nos podamos encontrar. Le recomiendo que consulte la edición de El Día, de La Plata, de hoy. Hay una nota sobre un presunto encuentro que mantuvieron ayer Giovanelli y Muñoz Posse en un astillero abandonado, a orillas del Riachuelo. Aparentemente, el tema fue usted. Lo que no entiendo es cómo trascendió la noticia. Nuestra gente cree que puede haber un arrepentido en las líneas de Muñoz Posse, que está aprovechando todo esto para que ese canalla caiga de una vez por todas... ¿me está oyendo?
- Si, si –dije, aún sorprendido por tanto dato en un solo paquete.
- Entonces debe comprender que la situación para usted...
- Si, claro. No sé qué decirle. Hágale llegar mi agradecimiento al coronel Martinelli.
Sin más, cortamos. Sentí que no llegaba a dimensionar todo lo que estaba pasando. Salí lo más rápidamente posible. En la Planta Baja no estaba el portero, pero estaba la radio prendida sobre el escritorio del hall; mientras buscaba las llaves, escuché: “...no se conoce el móvil, pero se trata de una persona de mediana edad, de sexo masculino. Gente de la zona lo relaciona con el sindicalismo. El cuerpo que apareció esta mañana flotando en el Ricahuelo, a la altura de Dock Sud, sería el de Froilán García, un trabajador portuario”.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Me lastimé tratando de abrir la puerta y salí disparado a la calle. Caminé rápido. Corrí un poco. En la esquina, ví el 152 y me tiré adentro.
¡Frolián García! Con sus múltiples conexiones en la prensa era, sin dudas, el informante del encuentro entre Giovanelli y Muñoz Posse... ¡y lo habían matado! Pensar que dudé de él. No me quedaban más dudas: había que rajar, desaparecer.
En el diario me dieron permiso de inmediato y me pusieron un auto a disposición para poder salir en ese mismo instante.
Tuve una rara sensación. En el ascensor me crucé con gente de la Dirección Comercial, de esos que uno se cruza cientos de veces en un mes. Estaban en otra sintonía. Me saludaron con un cordial cabeceo y me miraban sonriendo. Estaban un día atrasados; todavía masticaban la contratapa del diario de ayer.
El auto salió disparado, como si fuera a cubrir un accidente. Le indiqué el acceso de salida. La autopista. Los edificios fueron dejando lugar a las casas. La ruta. Empezaban a verse los claros. En algo menos de una hora, la zona urbana se convirtió en campo. Caballos, vacas, montes, tambos, molinos. La histeria fue cediendo ante la razón, y apareció el espíritu. Me sentí chiquitito, poca cosa. La inmensidad del cielo y el horizonte relativizan cualquier cosa. Con el chofer hablé lo indispensable. Necesitaba procesar todo y cultivar el estado que empezaba a reinar en mi alma.
El auto dejó la ruta 2 y tomó a la derecha por la 74. Unos kilómetros después agarró un camino de tierra y alcancé a ver el monte del casco. La Rinconada es el lugar que más quiero del mundo. Allí todo es sencillo y lógico, porque gobiernan las leyes de la naturaleza. En el campo, la existencia de Dios se manifiesta con vehemencia, majestuosamente. Las preocupaciones y problemas urbanos cambian por otros, más pedestres.
Mamá y Carmen estaban en la galería, conversando; mientras tejían, hojeaban revistas. Apenas llegué, salieron a saludarme y encargaron unos mates. Era como si nada hubiese pasado. Evidentemente, se habían puesto de acuerdo para evitar el tema.
No quise romper ese pacto. La charla giró en torno del estado del casco y de la casa, cuando no de las lluvias y de la producción.
Sin darnos cuenta, se hizo la hora de almorzar. A la tardecita, salí a dar una vuelta a caballo. Pasé a visitar al encargado, quien me advirtió de una yerra que se realizaría en El Barrial, un campo vecino, el lunes venidero.
Al día siguiente, aproveché que iba al pueblo a misa para hablar con el diario y pedir unos días más, que me fueron concedidos automáticamente. “Sobre el tema tuyo no hubo novedades, así que quedate tranquilo y guardate” , me dijo el secretario de turno.
Debo reconocer que la calma familiar era algo artificiosa. A poco de saber de mis nuevos planes, mamá y Carmen comentaron que el lunes a la mañana saldrían para Buenos Aires. No había margen de maniobra, ya que sabían que yo tenía tres días de trabajo comprometidos por delante. “Un poco de soledad no me va a venir mal”, reflexioné.
Los vacunos sufrieron en su cuero las tensiones que me oprimían; el alazán que me ayudó en las labores, también las sintió. A la vuelta, salió a recibirnos la señora del encargado para decirnos que su hijo, que había estado en el pueblo, tenía un mensaje de mamá para que la llamara urgentemente.
Sin siquiera bañarme, salí con la camioneta para el pueblo. “No me esperen –les advertí-, que voy a aprovechar por darme alguna vuelta por ahí”. En rigor, no sabía a qué atenerme.
No es recomendable ir tan rápido por un camino de tierra, pero no quise reparar en riesgos. El mensaje sería de la mañana y venía con carácter de urgente. ¿Cómo no me habían ido a buscar a El Barrial? Un rodeo de animales sueltos por el camino me obligó repentinamente a detenerme a la altura del campo de los Iturriaga, pero no reconocí a ninguno de sus peones montado en ese tostado. Igualmente, nos saludamos con la cabeza y continué mi marcha alocada hacia el pueblo.
Veinte minutos más tarde estaba hablando con mamá. “No, querido, yo no te dejé ningún mensaje. Pero, no te preocupes, no tenés que inventar excusas para llamarme. Cuidado a la vuelta, que hay muchos animales pastando en la banquina”.
Aparentemente, no había nada que temer. La voz de mamá había sonado normal. No parecía haber señales de disturbio alguno, excepto –obviamente- que ella no me había llamado.
De regreso, la casa del encargado estaba a oscuras y tuve que esperar al día siguiente para interrogarlos acerca del mensajero. Dormí con un ojo abierto y el otro cerrado.
“En la estación de servicio me lo dijeron. Se conoce que cuando la señora paró a cargar nafta se lo dejó dicho al muchacho que atiende ahí”, contó el hijo del encargado. Las precisiones eran pocas para obtener conclusiones. Igualmente, decidí no cambiar de planes. El martes y el miércoles fui a trabajar a El Barrial, y esa misma noche salí para Buenos Aires en el ómnibus de las 23.
Vencido por el cansancio y acunado por el movimiento de colectivo, me dormí como una piedra. De pronto, abrí un ojo y vi que un hombre estaba parado frente a mí, mirándome. Me sentí morir. Se me aflojó todo. No pude reaccionar. “Ya llegamos, señor, estamos en Retiro”, avisó, para mi alivio. El alma, que ya había ascendido unos cuantos metros para evitar el doloroso trance de la muerte, retornó a mi cuerpo.
Entumecido y con la cabeza embotada, caminé hacia casa. En el ventanal de un bar de la terminal del ferrocarril San Martín, un par de borrachos sonrientes me vieron y brindaron. No tuve claro si es que iban a brindar antes de que me vieran o si lo hicieron al momento de verme, como una señal. Cualquiera fuera el caso, sentí pánico y corrí desesperadamente. Crucé Libertador a la disparada, con el riesgo imaginable, hasta que la barranca de Maipú frenó mi carrera. Recuperé el aliento, pero no dejaba de voltearme para ver si me seguían o si me espiaban.
Antes de subir a casa, decidí ingresar en el Santísimo. Fui directo al Sagrario, y me derrumbé en un reclinatorio. Pude descubrir en la custodia la presencia expuesta del Santísimo, iluminado por un rayo de luz. Cerré los ojos y traté de hacer silencio.
“Señor mío y Dios mío”, repetía. La paz había ingresado en mi cuerpo ya al momento de ingresar en el templo. “Que todo esto sea para mayor gloria Tuya”, recé en mi interior.
Desde el cieloraso, una multitud de ángeles, arcángeles, querubines, serafines y patriarcas del Antiguo Testamento, parecían auspiciar el momento de oración. “Que sea instrumento de tu amor y de tu paz”, brotó de mí.
El andar cansino del sacristán arreglando los detalles para la Misa no pudieron sacarme del trance. El hombre acomodó el libro para las lecturas, encendió las velas, acomodó los enseres del altar y se retiró hacia la sacristía.
El silencio interior iba creciendo. “Haz que El crezca y yo desaparezca”. La máxima de Juan El Bautista fue refrescante para mi alma.
Dos señoras que ganaron lugares entre los primeros asientos tampoco llamaron mi atención.
En uno de los bancos estaba la hojita con la lectura del domingo: “Si alguno no viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”. Los renglones siguientes los pasé distraído recordando las homilías que aclaraban que “odiar” es un hebraísmo que equivale a preferir a Cristo por sobre lo demás.
La lectura de Lucas me abrió la cabeza: amaría al Señor, mi Dios, por sobre todas las cosas, como manda el primer mandamiento, sin dejar de honrar a mi padre y a mi madre, como ordena el cuarto. No había sentido que la publicación del libelo maldito deshonrara a mi padre. Tenía una gran confusión al respecto, pero estaba seguro de que el viejo hubiese obrado de la misma forma. Por lo tanto, me sentía honrando a su memoria. Sentía que había algo falso detrás del listado de buchones y yo mismo me ocuparía de demostrar la verdad de los hechos. Haberlo publicado me habilitaría para dejar de manifiesto la mentira, en el momento en que ésta se presentara.
Mientras pensaba en estas cosas, sentí que la feligresía se ponía de pie y se disponía celebrar misa. Me di vuelta y sentí un encantamiento por esa comunidad tan heterogénea. Había viejos y viejas; tullidos; identifiqué a un par de enfermos conocidos míos; mujeres de vida controvertida; rostros tiesos por la incomprensión; sujetos solitarios, entre otros. Sentí que a ellos, a mis prójimos, me debía; a esos seres abandonados en la estepa urbana.
Compartí con ellos la Eucaristía y salí renovado, lleno de fuerza. La amenaza había desaparecido, porque no tenía nada que temer, que no fuera al mismísimo Dios.
Al subir a casa, encontré un papelito escrito por Carmen, sobre mi cama: llamó el señor Tellechea para que lo pases a ver. Tiene cosas muy importantes para contarte”.

XIII


A diferencia del resto de la gente, un periodista vibra ante la proximidad del encuentro con un sujeto como Armando Tellechea.
La cantidad de rejas y candados constituyen todo un mensaje, a mi juicio, más dirigido a los visitantes que a los propios reclusos; muchos de ellos, tengo entendido, tienen un régimen informal de salidas laborales. Aún así, no estamos hablando del Parque de la Costa; el lugar es deprimente y la situación de los internados no deja de ser una privación de la libertad.
Sospeché que en este universo criminal, Tellechea estaba más cerca de mandar que de obedecer. El trato que le ofrecían los custodios era muy cálido y respetuoso. Me sentí como si estuviera en el living de una casa austera; no de su casa, donde supongo que el hampón podría tener muchas más comodidades que las que se presentaban en este edificio público apropiado por la Hermandad Delictiva.
- ¿Cómo te va, pibe? Gracias por venir –saludó, actuando como anfitrión.
- ¿Cómo iba a fallarle, si no erró en el pronóstico?
- ¿Quién hubiera imaginado que uno de los borregos que se encontraban esa noche en el Club era un periodista? A nosotros nos vino al pelo, porque nos sirvió para denunciar la situación sin romper códigos.
- No se imagina cuánto dudé en publicar algo que sucedió en un lugar tan querido para mí; tan parecido a mi casa... como este penal parece serlo para usted.
- No te equivocás demasiado... –reconoció.
- Lo dijo usted mismo esa noche. Aunque déjeme decirle que me esperaba una hotelería más agradable de una “cárcel VIP”.
- Vos porque sos fino –chicaneó-. Sos de la sociedad, ¿no? –ahora sí parecía que me sondeaba en serio.
- ¿Qué es “la sociedad” en la Argentina? –respondí, sorprendido por un término que no escuchaba desde hacía lustros.
- No te hagás el zonzo... –dijo, con firmeza, como para dejar en claro que debíamos hablar con sinceridad aún en temas triviales como aquél.
- Digamos que mi familia vive de algunas hectáreas, pero que yo tengo que trabajar para vivir, como lo tuvo que hacer mi padre; digamos, cierta una posición social que no significa holgura económica. No creo ser de mucha utilidad, si lo que usted pensaba era secuestrarme.
- Te equivocás, pibe –dijo con tono indulgente: no pensaba secuestrarte y podés serme muy útil. Además, se puede hablar con vos; sos un chico educado.
- Le agradezco pero, ¿en qué puedo ayudarlo?
- Ya ayudaste mucho complicándole la vida al “gringo” Giovanelli. Si supieras lo caliente que estuvo –y que está- con tus notas. Hoy anda escondiéndose todo el tiempo de todo el mundo, yendo de casa en casa por distintas localidades del conurbano. Hasta hace poco andaba por Avellaneda. Se hizo fuerte en el “doque”. Hay que imaginárselo al gringo viviendo en un monoblock u ocultándose en la Villa Tranquila. Si esto te parece feo...
- Hablando de Dock Sud –retomé para obtener algún dato de importancia periodística-, he visto que se cargaron a Froilán García.
- Justamente de eso quería hablarte –ni bien lo dijo juntó sus manos como para rezar y sus ojos se posaron sobre ellas. A pesar de que lo torturaron, el pobre García insistió en que no te había dicho nada importante y que, incluso, no dejó de avisar al señor Sánchez acerca de tu requisitoria.
- ¿Anacleto Sánchez –interrumpí, sobresaltado-, el mucamo de Muñoz Posse?
- ¿Qué mucamo? El “jorobadito” es el jefe de la custodia personal de Muñoz Posse.
- ¿Y Giovanelli, entonces, qué hace, a qué juega?
- ¡Ah! Querés información. Eso tiene otro precio –expresó, con tono negociador-. La semana pasada, cuando tirastes irresponsablemente la chancleta en La Diosa estabas sentenciado. La mimosa que te enganchó trabaja en el harén del portuario y te entregó en bandeja al “jorobadito”. Estabas arruinado, con tirarte al agua te hubieses ahogado solo...
- Pero me salvaron esos prefectos.
- Son gente que responde al Coronel –confirmó-.
- Justamente éso quería preguntarle: ¿qué tiene que ver Martinelli en todo esto? ¿porqué esos prefectos en actividad le responden?
- Hay cosas que no puedo, ni debo decirte –dijo, cortante-, excepto que estuvieron a su cargo en Malvinas. Lo único que quiero pedirte es que le des una nota en El Ciudadano al hombre que te salvó la vida.
- ¿Me está pidiendo que trate de publicar una nota en la que el coronel que promovió el último golpe de Estado en nuestro país despache sus ideas políticas?
- Te estoy pidiendo que seas agradecido con alguien a quien le debés más de lo que te imaginás –subió el tono-. Especialmente, porque no lo hizo por vos, ni por él –obviamente-; lo está haciendo por el país. Además, probablemente –y si no sos tan hortiva-, te podría ayudar mucho en tu investigación sobre el caso Muñoz Posse. Al menos, mientras puedas hacerlo...
- ¿Está sugiriendome que ya estoy condenado? –interrogué con tono sorprendentemente cansino.
- Seguro; es cuestión de tiempo –respondió, como si se trataran de asuntos meteorológicos.
- ¿Y qué si no la publican? –acoté, anticipándome a la segura negativa de El Ciudadano.
- El diario va a querer publicarla –atropelló-. El Coronel no ha dado notas a nadie desde su fallida asonada. En cuanto a vos, subir la apuesta es lo único que te queda por hacer para evitar que te eliminen. Mientras más los escraches, menos les conviene matarte.
Las palabra caló hondo. Tellechea debe haber percibido mi impacto, porque agregó: “Pibe: cuando uno vio las cosas que yo vi y escuchó lo que escuché, estás más allá de todo. A mí me caes bien, pero eso no me alcanza. Hago esto porque trato de contribuir positivamente a una causa, por una vez en mi vida. Yo ya estoy condenado, querido, por eso no quiero la condena de los demás.
Me quedé mirándolo fijo a los ojos. Era un hombre de cuerpo entero. Equivocado o no, era un hombre. En ese instante, se abrió la puerta y se hizo presente el coronel de Caballería (RE) Juan del Sagrado Corazón de Jesús Martinelli. Apareció acompañado por el doctor Conrando Beltramo, mal llamado juez, porque había sido destituido de su cargo por haber favorecido en el estrado a una gavilla de cuatreros muy cercanos al poder político. Curiosamente, actuaba como letrado del augusto militar.
Martinelli avanzó con paso seguro, aunque lento o, más bien, ceremonioso mirando a los ojos firmemente. La sonrisa era algo medida, pero sincera. A su lado, Beltramo lo seguía levemente encorvado y con las manos entrelazadas a la altura del pecho, como un monaguillo.
Recién a menos de un metro de distancia, el Coronel tomó mi hombro con la mano izquierda y me ofreció la diestra, para luego estrecharla con tal fuerza que pensé que confundió mi herramienta de trabajo con una nuez cuyo fruto deseaba con el apetito de quien no probó nada en los últimos diez días.
- Ya sé lo que está pensando –disparó-: ¿qué estarán pretendiendo de mí esta manga de forajidos que se refugia en una cárcel? Déjeme decirle que muchas veces las cosas no son lo que parecen. Los lugares, la gente, las situaciones, son queridas por Dios para lograr un bien mayor, para dar gloria a su Nombre. El hecho de que gente buena haga el bien es lo previsible, lo normal. El hecho de que gente corrompida, de un modo u otro, como nosotros, intente algo bueno y vaya obteniendo resultados, hijo mío, sólo puede ser fruto de la Divina Providencia, de la misericordia infinita del Señor”.
No podía creer lo que percibían mis sentidos. El mismísimo pastor Giménez parecía hablar por boca del militar arisco. Parecía un cuento de hadas. ¡Esta banda de forajidos convertidos en carmelitas descalzas ofreciendo sus tormentos en el nombre de Dios!
- ¿Y qué lugar mejor que éste para honrar a la ética? –continuó. Usted me dirá: ¿qué tiene que ver esto con aquello? –en realidad, no hubiese podido emitir palabra alguna, así que el se respondió a si mismo-. La ética es el máximo bien de algo, y el bien máximo de un presidio es la recuperación de los presos, los condenados por quebrar el orden legal. Fíjese que no solamente mejoramos nosotros, sino que también logramos una serie de cambios en el trato que nos brindan los agentes penitenciarios. El doctor Beltramo justamente está escribiendo un ensayo en el que recoge las experiencias que vivimos en el viejo edificio de la UPE N°4 y en el actual. Usted mismo fue testigo del deseo que teníamos por volver a cumplir con nuestra condena, y así poder saldar la deuda que contrajimos con la sociedad, ¿no es así, hijo?
- Si, fue muy llamativo; impresionante –comenté, sin querer aprobar el discurso del dudosamente bien intencionado militar.
- Ahora nosotros queremos que la sociedad sepa lo que está pasando adentro y afuera de la UPE N°4 –retomó Martinelli, invocando nuevamente el difuso sujeto colectivo en primera persona-. Queremos ser la mueca burlona y grotesca de una sociedad que le da la espalda a la vida. Nosotros acá podemos imaginarnos perfectamente el infierno. ¿Sabe usted lo que es el infierno, m’hijo?
- Mh, no –dudé-; si. No sé qué quiere preguntarme –nuevamente, mi interrogado me imponía su cuestionario-.
- Es la eterna imposibilidad de ver a Dios –dijo, apesadumbrado-, que es el Amor. Y ¿qué es el amor, sino dar; entregarse totalmente y sin escatimar nada? Dedicarse a los otros, dar el tiempo de uno, perder para que otros ganen; para verlos crecer, mejorarse, superarse. El esfuerzo es grande y las condiciones, inicialmente, fueron muy desfavorables...
- Ya lo creo –acoté.
- Pero es en estas condiciones en que uno puede ver cómo viene la mano afuera del penal. Figúrese que allí los hombres se aparean entre sí... ¡con lo que daríamos acá por una mujer! Es más, cuando se juntan mujeres y varones hacen lo imposible para no engendrar nueva vida. ¿Es que son tan infelices como para no querer repetirse, multiplicarse? Analice la consideración que nuestra sociedad le da a la maternidad. Uno le pregunta a una muchacha: “¿y vos, qué hacés, a qué te dedicas?”. “Nada”, te dicen, soy ama de casa... ¡y son madres que a veces tienen tres, cuatro o cinco chicos! Y ahí nomás se empiezan a disculpar cuando otras vienen y cuentan de las piruetas que ofrece la vida moderna a la juventud. Se apuran en decir que son aburridas y que han perdido el atractivo. ¿Cómo puede ser que, con la riqueza que han adquirido en la singular experiencia de la gestación, puedan decir que son un plomo? No se dan cuenta que han crecido y adoptado actitudes de gente madura que no resultan estimulantes para los eternos adolescentes de la farra corrida. ¿A dónde llevará todo ese disfrute del bien finito que es la juventud, si no es para llamar a la vida? Los muchachos de ahora no saben aprovechar el mejor momento de sus vidas e intentan alargar su esterilidad ad infinitum.
Mi silencio lo invitó a continuar con mayor ímpetu.
- Déjeme contarle otro caso: el de la indigencia, que es una cara muy distinta del mismo fenómeno. Estos pibes son militantes de la muerte. Los changuitos salen a robar y se drogan para enajenarse. No podrían jugar su vida por nada, en su sano juicio. Sin embargo, viven desafiando la muerte hasta que la Parca los encuentra en cualquier esquina, en un tiroteo o debajo de las ruedas de un auto. Pierden el gusto de vivir, desconocen la plenitud de la vida... y se van, con menos de 15 o 16 años, la mayor parte de las veces.
Lo vi realmente compungido y quise traerlo a ese tema tan importante que Carmen me había anticipado. Pero la cara del coronel se enrojeció y sus dientes se apretaron como para cortar un fierro entre ellos.
- ¿Le parece poca cosa, mocito?
- No, discúlpeme, me expresé mal –balbucié-; me refería al tema de Muñoz Posse.
- ¿Y eso, qué tiene que ver? –bramó Martinelli, mirando a sus acompañantes a los costados como buscando una explicación.
- Bueno, ustedes me mandaron a llamar –acoté, desesperado, clamando el auxilio en las miradas inexpresivas de Tellechea y de Beltramo- porque yo estoy detrás de esa pista.
- Miré, m’hijo, yo le pedí a mi cofrade Tellechea que lo llame porque se nota que es una buena persona y que se juega por la verdad. Pero debe saber que lo llamé para decirle lo que le estoy diciendo. Además, si no se lo digo ahora puede ser que no se lo diga nunca, y estas cosas no pueden morirse acá en la UPE N°4. El Ciudadano tiene que ayudarnos a difundir este mensaje y usted es el vehículo que la Providencia nos puso por delante.
- Usted también cree que...
- No me diga que cuando se metió con las cosas del Puerto nunca creyó que eso le podía costar la vida –interrogó, más que sorprendido.
- ¿Y así me lo dice? –reaccioné, violentamente- Usted, que es el gran cultor de la vida, me dispara semejante dardo sin anestesia.
- ¡Epa, epa! No se ponga así –contemporizó Martinelli. No se olvide que nosotros lo estamos protegiendo...
- Desde ya, le agradezco, pero –contraataqué- ¿quién son esos que usted llama “nosotros”?
- ¡Nosotros! –afirmó, sorprendido. ¿Quién más va a ser?
- Es que usted y Tellechea me hablan como si fueran una gran organización...
- ¿Cómo quiere que sobrevivamos? Uno se organiza para poder optimizar recursos y obtener resultados.
- Debo pensar que hay una cabeza –insistí-, un jefe...
- No me haga preguntas que no puedo responder. Limítese a publicar la nota con lo que estuvimos hablando, que para nosotros es suficiente.
Sin más, se pararon, me despidieron y antes de dejarme en manos de los candados para que me acompañaran hasta la salida, Tellechea me tomó del brazo y me confesó: “con los milicos, yo reportaba en el área de inteligencia y, si bien no debo, quiero que sepas que tu viejo no era nuestro buchón en El Ciudadano. Allí lo teníamos a Estévez”.

EL SILENCIO


De la UPE N°4 salí volando para el diario. En la calle y desde el bondi me pareció ver más cojos y jorobaditos que de costumbre. No recordaba claramente a Anacleto Sanchez, por lo que trataba de identificarlo en cuanto tullido me iba cruzando. No sentía pánico, ni desesperación, pero esas confusas presencias no dejaban de sobresaltarme.
En cuanto llegué, fui a verlo a Estévez. “No podés pedirme eso –aclaró, apenas me escuchó-. Publicar una entrevista a una persona que cumple una condena por quebrar el orden institucional que protege nuestras libertades individuales es algo que El Ciudadano no podrá hacer nunca, que me excede: es la línea editorial del diario. Igualmente, no lo haría”.
Era en vano insistir y riesgoso develar el secreto de Tellechea. No hubiese aportado otra cosa que tensiones y desconfianzas, que precisaba evitar. “No hagas caso a las amenazas”, agregó el Dr. Hielo, “no son otra cosa que eso; no dejes que te aprieten. Yo recomiendo que te quedes y des batalla, pero desde ya que si querés adelantar tus vacaciones podés hacerlo a partir de ahora mismo”.
Ni siquiera pasé por la redacción. Salí despedido de esa ratonera. “Vazquez se hubiese quedado”, pensaba mientras vaciaba las existencias de dinero que me ofrecía el cajero automático de la Planta Baja. Tomé un taxi y pasé por Aux Charpentier. Compré algo de ropa de campo y dejé la vestimenta urbana allí aguardando a mi regreso. Por las dudas, dejé en el bolsillo una notita cariñosa dirigida a mamá y a Carmen, que garabateé rápidamente en el cambiador.
En la ventanilla de La Costera Criolla en la Terminal de Omnibus de Retiro pagué con efectivo un pasaje para Ranchos. Abordé sobre la hora. Debo confesar que tuve miedo de que algo pasara al cruzar el peaje de Dock Sud.
Al llegar al campo de unos parientes míos, les pedí dos caballos y las pilchas necesarias para emprender una larga cabalgata. Esa misma noche, encillé y salí al paso por el monte, campo adentro. Antes de salir, con la ayuda del encargado me hice un mapa para evitar los candados entre estancias y el trazado de algunos caminos de tierra que me permitieran evitar la ruta por un par de días de marcha.
La primer noche fue fresca y estrellada. La luna nueva reforzó el disimulo de mi expedición. Me acostumbré a la oscuridad, mas cuando eso era imposible dejaba que me lleve el overo. Iba despacio. No tenía apuro. Al contrario, quise evitar que se acortara una travesía para hacerla en cuatro días.
El plan era desplazarse de noche y dormir de día. Había trazado una especie de Sendero de los Montes Grandes, en los cuales podía acampar. En el último día de marcha descansaría en una arboleda de El Barrial, donde evitaría anunciarme para no avivar giles.
Viví un momento de tensión en Justo Ortíz al pasar frente al boliche que da sobre el camino. Allí me conocen y hubiesen pasado el santo para que el pago sepa que había llegado en un modo bastante inusual (generalmente lo hago en auto o en colectivo, y durante el día). Les debe haber llamado la atención el forastero que pasó de noche con un caballo de a tiro. Pero no pude evitarlo. Me había tapado lo suficiente como para que no me reconozcan.
Me costó dormir de día en El Barrial, con el objetivo tan cerca mío. Mi intención era que nadie perciba mi llegada y guardarme en la Casa Grande, aparentando que estuviera cerrada. La idea era entrar por el embarcadero. Podía ser que estuvieran vigilando la entrada del guardaganado.
Apenas se hizo la noche, encillé y salí al paso por la avenida del monte hasta el desvío que lleva a la tranquera del tambo. Desde ahí me quedaban dos kilómetros por el camino de tierra. Galopeé; no quise correr. El andar del zaino era tan suave que daba gusto. El viento me peinaba para atrás. Me emocionaba la proximidad de la gloria.
En los últimos metros, no disminuí la velocidad. Pensaba frenar mientras doblaba, contra la tranquera. Desde arriba del embarcadero se incorporó una silueta que no pude reconocer. Disparó tres veces. Caí aparatosamente sobre la tosca. Antes de perder el conocimiento, ví que la sombra bajaba cojeando y se perdía en la oscuridad.
Cierto apresuramiento del chacal y la sonoridad pública que tuvo el atentado me salvaron de una muerte segura.
Gracias a Dios, en esta clínica hay un sistema que me permitirá recuperar la movilidad de mis miembros inferiores.
Un inmenso ventanal me permite ver los buques cargueros navegar por el canal… ¡El fantasma de Muñoz Posse me persigue hasta aquí! Aunque debo confesar que me tranquiliza el policía oriental que me apostó el coronel Martinelli en la puerta de mi cuarto.
Mamá y Carmen me tratan de distraer con conversaciones aburridísimas acerca de la moda uruguaya, mientras tanto trato de analizar para mis adentros si aceptaré o no la oferta de quedarme como corresponsal en Montevideo.
Lo cierto es que, siempre que estoy fuera de Buenos Aires, no extraño ni un poquito el Club. Estoy seguro que ellos, ahora que no voy todos los días, tampoco me tienen presente.-

Diego Ortíz,
Montevideo, Uruguay