El Eslabón Más Delgado




EL FUNCIONARIO

La calle estaba vacía. Sus pasos avanzaban en forma tangencial al centro de la ciudad. Gran pueblo esa ciudad. Pero era la gente que lo había visto nacer. Entró al bar y lo vio. Ya estaba ahí; esperándolo.
- “Qué tal, che”, le dijo un viejo socio.
La reunión no era habitual. Eran las tres y media de la tarde. No había nadie despierto. Tampoco lo solían estar ellos. Sin embargo, lo había citado a esa hora, unos diez minutos antes.
- ¿A qué se debe tanto apuro?, preguntó sin más.
- Me llamaron de Ciudad Grande; parece que el Ministro quiere nombrarte funcionario de tu cartera.
Tuvo gestos de evidente falsa modestia, y frases tales como “por qué se habrá acordado de mí el Ministro” o “ quien soy yo para merecer ese ofrecimiento”, lo que molestó un poco a su interlocutor, que esperaba una respuesta más sincera y, obviamente, alguna promesa generosa por haber sido el vocero del anuncio.
- “Te vas para arriba”, le dijo ya sin mucho entusiasmo, como palpando una realidad: la del desapego.

Todas sus sospechas habían tenido fundamento. Evidentemente, lo habría impresionado muy bien en aquella comida celebrada en el Club, meses previos. O, con sólo mirarlo, el Ministro había percibido todas las virtudes que podían hacer de ese joven dirigente del Partido un eficientísimo funcionario. O, tal vez había pedido grabaciones o videos de sus discursos en la última campaña municipal, convenciéndose de su rico ideario republicano.
Sin darse cuenta, iba cargando la valija, así sin prestar atención en su contenido. En realidad, nunca lo hacía conscientemente. Su madre siempre le estaba detrás controlándolo.
El zarandeo del tren lo fue adormeciendo y se despertó en Ciudad Grande. En rigor, no durmió. Imaginó, soñó y aspiró, circunstancias, situaciones y cosas, que lo pondrían en el más alto pedestal que él había conferido a sus ídolos.

Lo estaba esperando una persona que, sin ser conocida, lo conoció en el acto. Se saludaron y subieron a un auto.
En el trayecto, el personaje lo introdujo en los pormenores de la decisión del Ministro y en otras cuestiones y datos que le eran de incalculable utilidad. Evidentemente, quien lo había buscado era una persona bien posicionada.
Le ofreció alojamiento, que fue aceptado de inmediato; también costearle los gastos de representación y otras menudencias que harían muy agradables sus días en Ciudad Grande.
Realmente, había resultado una verdadera gracia el encuentro con Fidel, que así se llamaba, ya que era un hombre que hablaba menos de lo que sabía y, curiosamente, habían sintonizado muy bien.
“Pero a quién le podes caer mal vos, che”, le había respondido Fidel.
Lo peor es que era cierto. De a poco, asumía una personalidad muy bondadosa y atractiva que lo estaba haciendo imán de todas las actitudes agradables de la gente.

El día de la asunción, fue para él una gloria. El salón era mucho más lindo que cualquiera que haya visto en su ciudad, Orígenes.
Lo mismo pudo decirse de su oficina. Tal vez, la mejor de todo el Ministerio. Ahora quedaba muy claro que su situación no era la de cualquiera. Él era un funcionario privilegiado.
La palabra funcionario ya le estaba cayendo bien; cómoda. Ya no se imaginaba sin serlo. La gente lo saludaba por los pasillos de su dependencia y le solían repetir la felicidad producida por su nombramiento, y le enumeraban las diferencias entre él y su antecesor, sobre la base de los defectos de éste último.
Los primeros meses tardaron en pasar. Cada día era un mes y, a los seis meses, parecía una eternidad el tiempo que llevaba ocupando la función.
Su relación con el Ministro era bastante fluida, aunque su sólo nombre le infundía un respeto tan profundo que, en cierta medida, lo inhibía.
Era lógico. El Ministro era su jefe, y debía tomar sus palabras y sus mandatos con la mayor de las lealtades, y debía responder con una eficacia fenomenal para no defraudarlo en la decisión de su nombramiento como Funcionario.

Justamente, ésa era una de las grandes dudas que lo aquejaban: su nombramiento. Tanto su socio, que ya hacía mucho que no veía - porque, pobre, nunca iba a salir de Orígenes-, como Fidel, se atribuían una influencia muy especial en su designación.
Su socio estaba descartado, por su escaso grado de influencia en las esferas de poder, pero ahora la hipótesis Fidel parecía tambalear.
Una mañana lo mandó a llamar el Secretario; imponente y, al mismo tiempo, misteriosa figura de enorme poder en el Gobierno.
El Secretario no ostentaba el mérito ni los lauros de ser el hombre de la Reforma, como sí lo podía hacer el Ministro, pero tenía un capital político muy valioso.
Era la persona más estrechamente vinculada al Líder en el entorno gubernamental. Todas las decisiones pasaban por él o, en su defecto, le eran debidamente consultadas por el Líder.
De allí que estaba completamente informado de todos los temas que afectaban en alguna medida al Gobierno. Era el alter ego del Líder.
El Funcionario entró al despacho y se encontró con una cara familiar. Con una sonrisa acogedora y, por que no decirlo, con un afecto especial, personal, hacia él.
El Secretario le contó el motivo de su convite al despacho. Había un tema de su incumbencia que afectaba a un área de otra cartera.
“Ahí vas a tener un problema; te podés llegar a ganar a un enemigo”, le explicó con tono paternal.
- Pero, ¿por qué hace esto por mí?, le preguntó curioso.
El Secretario no fue directo al grano y le relató una serie de anécdotas sin mayor hilación una con otra, pero de donde se desprendía un profundo conocimiento del joven Funcionario y, también, de las circunstancias de su nombramiento.
- “¿Y cómo se enteró usted de todo esto?”, inquirió nuevamente.
El silencio no fue la única respuesta. La cara del Secretario hizo un gesto que se podría traducir en una frase: “¿por qué no lo he de saber yo, justamente?”. Casi lo había ofendido. Por momentos, le dio la impresión de que el Secretario estaba defraudado por la pregunta. Como si el Funcionario se hubiese agrandado; como si fuese un desagradecido o, peor aún, un desinformado.

Su oficina se había llenado, de a poco, de personas y grupos interesados en temas que dependían de su decisión.
De allí que recobraba actualidad su interrogante acerca de su nombramiento, porque si supiese a quién agradecerlo agregaría un factor más para saber decidir a quién despachar y a quien no.
Los programas con Fidel eran muy divertidos, pero no tan a menudo como para poder encarar un tema tan espinoso como ése.
A su socio ya no lo veía, ni tenía interés en hacerlo.
Al Ministro, obviamente, no lo podía consultar. Tampoco al Secretario.
Mientras tanto, llovían las visitas de gente recomendada y de otra “muy bien recomendada”. Había gente muy amiga del Líder con problemas en su dependencia. También del Ministro, del Secretario, de Fidel y de algunos amigos de Fidel – algunos que ya conocía y otros que no -. Era toda gente muy influyente.
Pero, a medida que pasaba el tiempo, comenzó a desconfiar de algunos. Se percató de que no todas las recomendaciones eran tales. Aún más, había algunos que las ostentaban sin ningún basamento real.
Eso lo enfureció. Paulatinamente, se fue encerrando y recibía sólo a algunos pocos; a aquellos que tenían una llamada previa de presentación por parte del recomendador o de su secretaria en caso de tratarse de un superior, por ejemplo. Tampoco recibía a esa infinidad de funcionarios provinciales y municipales que lo conocían desde años atrás y que lo querían saludar cuando estaban de paso por Ciudad Grande. No obstante, siempre se hacía un espacio para recibir al Líder Juvenil que él apañaba.

El trabajo se iba acumulando. No daba abasto él ni su equipo para todo lo que se presentaba.
La selección de tareas era indispensable. Tras una serie de choques y de entredichos con el Ministro, pudo comprender que bajo su mando había una Gran Tarea que involucraba intereses; muchos e importantes. El Ministro lo hacía manifiesto cuando se ponía recurrente en algunos temas.
Ahí comprendió muchas cosas. Las amistades naturales con las que se había topado, como Fidel; los que se querían atribuir su nombramiento para ganarse algún favor de él, y los que aseguraban estar recomendados más allá de toda vergüenza.
Se sintió solo. Solo como no se había sentido nunca antes de asumir la Función. Desconfió de todos. Se dio el gusto de no responder algunos llamados clave. Pero no sólo por gusto, sino también por amargura. Estaba muy deprimido.
Uno de los llamados desatendidos fue del propio Ministro: ¡Cómo era posible que lo haya desatendido! Él tenía a su cargo una importantísima misión que el Ministro había parecía haber olvidado. No sólo eso también, lo retaba por demoras o desprolijidades. ¡Que lo haga él!, pensaba para sus adentros. “Nadie le haría lo que le hago yo, con la entrega y la habilidad para desempeñar esta función”.
Paralelamente, fue estrechando relación con el Secretario. Él sí que lo comprendía. No sólo eso, jamás le pidió nada. Y, de haberlo hecho, se lo hubiese concedido con gusto, aseguraba.
Más de una vez el Secretario le sacó las papas del horno. También lo defendió en público de gente que lo había criticado y, alguna vez, del propio Ministro en reuniones de Gabinete. Le constaba, porque se lo había referido gente de mucha confianza.

El doble juego lo iba desgastando, lo había tomado como algo personal, en agradecimiento a las gestiones del Secretario, que le había aguantado tantas agachadas de otros funcionarios de su misma cartera.
Un día hubo una resolución ministerial que dividió las responsabilidades de la Tarea entre cuatro funcionarios. “Es para aliviarte el trabajo”, le contestó el Ministro en un tono de confianza que no tenía desde hacía ya unos cuantos meses.
El ascensor sirvió de remanso para reflexionar sobre el punto. La relación con el Ministro parecía renacer pero, por otro lado, la Gran Tarea se había dividido en cuatro funciones y él quedó como el responsable de sólo un cuarto.
Necesitó charlarlo con alguien. Urgente. Lo llamó al Secretario, pero no estaba. Insistió varias veces en la misma semana, pero las nuevas circunstancias en torno al Gobierno lo tenían muy atareado y no podía atenderlo. Ni siquiera por teléfono.
Pensó en su socio, pero determinó que no valía la pena: “ni sabe de que estoy hablando”.
Telefoneó a Fidel, pero no lo encontró; estaba de viaje.

Ya llevaba más de un año y medio en la Función. Nunca había vivido una situación tan desalentadora. Buscó abrigo en el propio Ministro, y lo encontró. Pero nunca más se daría esa relación preferencial de antaño. Era un funcionario más, como tantos otros. Más aún, había otros más privilegiados que él. La lealtad es algo que se paga bien.
Un día vio que casi no cumplía funciones; que había mermado su trabajo, y que sus tareas se habían esfumado.
Recibió felicitaciones por su desempeño, al cumplirse el segundo aniversario de su asunción como Funcionario. Muchos funcionarios y subfuncionarios fueron a saludarlo o le enviaron faxes y esquelas de salutación.
El que más lo conmovió fue el del Subsecretario, que le informaba que su jefe no estaba en Ciudad Grande, pero que había ordenado que su mismísimo subsecretario vaya en su representación para felicitarlo.
Lo sorprendieron algunas ausencias. No había salutación de su viejo socio. Tampoco el Ministro se hizo presente ese día. Bueno, días atrás le había anticipado que justo el día de su segundo aniversario estaría inaugurando una planta de algo en las afueras de la ciudad.

Un día, sin llamado previo, y sabiendo que estaba en su despacho, fue a ver al Secretario e hizo tres horas de amansadora en la antesala. Pero no le quedó otra que repasar lo que tenía pensado hacer. Pasó del enojo más bravío a la estrategia de la mansedumbre, una y otra vez.
De pronto, el anuncio para pasar y todo cambió en un instante. Fue recibido muy efusivamente por ese hombre menudo, pero de inmenso poder:
- Creo que te voy a dar una mano grande en estos días, le dijo sin más introducción. Vos espera. Hay una tarea muy importante por realizar y vos sos la única persona a la que puedo confiarle semejante emprendimiento.
Su vida cambió por unos días. La sangre le volvió a fluir por las venas. Recobró todos sus bríos.
A las tres semanas, recibió una citación para ir a ver al Secretario.
Entró al majestuoso despacho, entregado, listo para aceptar cualquier ofrecimiento que ese hombre generoso estuviese dispuesto a ofertarle.
- Hay que reorganizar la recolección de basura en Ciudad Grande, y quiero que te hagas cargo de eso - dijo con tono de circunstancia. Por tu puesto actual no te preocupes, ya convinimos con el Ministro respecto de tu futuro reemplazante allí. Ahora pensemos en el futuro.....

Cuando salió del edificio para retornar a su despacho,.... o a su ex despacho, no sabía si celebrar o qué.
Si el Secretario se lo había pedido de esa forma, debía ser una tarea muy importante; pero que pasaría con su antigua función, ¿recobraría sus poderes en manos de un tercero?
Dudas e interrogantes precisos lo acosaban nuevamente, como en Orígenes, cuando iba a encontrarse con su viejo socio. Ahora, parecía que la calle de Ciudad Grande estaba tan desierta como la de su pueblo, aquella tarde.


EL ASESOR

El cuerpo le pesaba mucho. El sueño invadía su mente. Por eso las manos, pesadas y torpes, no podían alcanzar una sencilla meta: apagar el despertador.
Pudo oir los ruidos propios del trabajo de su mujer, en la cocina, y pensó que su café ya estaría listo.
Se levantó y, tras cumplir con las ceremonias matinales, se sentó a tomar el desayuno, diario en mano. Buscó impacientemente alguna mínima cobertura del Acto del día anterior en el Instituto, donde su jefe, el Senador Callejas, había tenido la oportunidad de dar un discurso. Y la encontró.
Había una foto que graficaba el momento de la disertación del Presidente del Instituto. De pronto, pudo verse. Indudablemente era él. Llamó a su mujer y se señaló: “¿Me ves ahí?”
- Ese no sos vos; es cualquiera menos vos, replicó ella con trágico realismo. - Pero si es mi pelo y, además, estoy al lado de Antonio, insistió sin suerte; ella ya había abandonado la cocina y estaba vistiendo a una de sus dos hijas, en el cuarto.
- En media hora, él ya estaba vestido. Con un pie en la calle, saludó cariñosamente a su mujer y, especialmente a su hija – la otra estaba en lo de su abuela en donde se había quedado a dormir la noche anterior-.
“Chau gorda”, “chau, mi amor”, se saludaron, y besaron brevemente en la boca.
En la oficina el clima era el mismo de todas las mañanas. Al llegar, vio a Antonio, que estaba leyendo los diarios con los pies sobre el escritorio. La escena era una equivalente a la de todos los días. Él recriminándole que le estaba ensuciando unos papeles, y el otro que le retrucaba jocosamente con términos irrepetibles por su vulgaridad y agresividad.
Enseguida vinieron los comentarios sobre el Acto de la víspera. Que vino fulano, que tal o cual no pudieron o no quisieron venir. Que la concurrencia fue buena, pero que el Senador dijo que esperaba que viniera más gente. Que las palabras pronunciadas por Callejas estuvieron muy bien. Pero que habían sido algo desvirtuadas. Que en “El Gran Diario” le estaban tirando con todo y que en el “Prestigioso Matutino” lo habían fotografiado al lado del Presidente del Instituto.
El análisis de la información publicada superaba inmensamente las posibilidades creativas de redactores y editores, a quienes se los acusaba de conspiraciones y de pertenecer a sociedades siniestras.

El día pasó rápidamente. Las consecuencias y comentarios del Acto se llevaron gran parte de la jornada. Era natural; desde que Callejas les informó de su participación en el mismo, les había tomado prácticamente una semana de preparación para convocar a la gente.
El resto lo ocuparon en la lectura de la información y en el despacho de las inmediateces de menor monta. Lo único que valdría de ese jueves era pasar por el Comité para reunirse con sus compañeros a comentar los trascendidos del Acto.
Llegaron a eso de las seis de la tarde. Pero fue decepcionante. Quizá por el tiempo y dedicación que había insumido el Acto, casi no había ido nadie.
“Estarían muy cansados”, pensaron, aunque – en realidad – la organización había estado básicamente a cargo de un informal Departamento de Relaciones Públicas del Instituto.
Hubo una presencia que, por su personalidad, acaparó el tiempo y la atención de ambos. Era una compañera de poco tiempo de militancia que, por sus condiciones personales y – por qué no decirlo – físicas, se había ganado la confianza de ellos, que eran los “dueños” del Comité.
Ella se dedicó a cargarlo toda la tarde con las mas diversas cosas. Por otra parte, fue muy generosa y diligente en las tareas.
Ellos estaban algo cansados. No tanto por el día como por la semana de trabajo. Habían dedicado el sábado y parte del domingo anterior al Acto. En un momento dado, ella traía gaseosas; en otro, atendía algún teléfono o, finalmente les hacía masajes. “Están muy nerviosos”, les decía.
Ya eran las nueve, y sólo quedaban ellos tres en el Comité.
De pronto, como percibiendo algo, su socio procedió en una forma inusual: “Bueno, che, yo me voy”, dijo apresurado.
Él, confundido, no pudo entender la necesidad de tomar una decisión tan rápida. Generalmente, las actividades en el Comité, duraban hasta que les ganara el cansancio o se decidieran a salir todos juntos a comer a la Pizzería de la Avenida.
Su primer reacción fue buscar la causa del apuro. Miró a un lado, al otro y, por fin, su mirada chocó con la de ella. Para entonces ya había respondido un esperá, ¿a dónde vas?, pero al minuto pudo improvisar un, ¡Ma`si hacé lo que quieras!
El momento de relax que había pasado junto a esa chica le trajo más dudas y preocupaciones que distracción, que era la causa con las que él solía justificar sus “canas al aire”.
Estaba claro que lo de esa noche no era parecido a lo que él tenía dos o tres veces por semana, al mediodía, a pocas cuadras del Congreso. Aquello era otra cosa. Allí los tantos estaban bien definidos con anterioridad.
El llegaba y, mientras se desvestía, ella le hacía gracias, jugueteaba, y le prendía la tele para ver el programa infantil de rigor.
Evidentemente eso era distinto. Había algo más. se había producido en forma inesperada y, casi podría decirse, no deseada.
Esta vez, sentía algo con una fuerza mayor que de costumbre.
Los días pasaban y la relación se intensificaba naturalmente. De nada servían los artilugios para esquivarla tales como no ir al Comité. Siempre había alguna razón, siempre algo que hacer con o cerca de Ella – cuya presencia diaria era sarmientina-.
A medida que el tiempo pasaba, fueron necesarios los llamados telefónicos desde el trabajo, cuando no a la casa.

Una mañana tuvo un despertar desagradable. Tenía una deuda que le desgarraba el corazón y le flaqueaba el alma.
Tenía que tomar una decisión. Como desde afuera, pudo ver allí a su mujer y a sus hijas, en familia. La imagen era muy fuerte, poderosa. Le planteaba una especie de alternativa que lo interpelaba; sin saberlo, le exigían una respuesta.
El viaje en subte fue el momento indicado para reflexionar. Pensó en todo lo que ganaba y que perdía en cada alternativa.
La tensión duró una semana y, a su término, se decidió por la unidad de su familia.
Uno de los que más hizo por esta decisión, fue Don Teófilo, una vieja fuente de consulta, que había sido categórico en lo que eran las ventajas y desventajas de alejarse de su mujer.
Era evidente que iba a costar mucho. Pero la decisión jugaba a favor de su voluntad. Lo difícil era seguir un rumbo desconocido. Navegar sin utilizar el timón. Estar a la deriva.
Ella rápidamente percibió las nuevas realidades y se alejó de él.
Reiteradamente le dieron ganas de llamarla, de volver a estar con Ella. La imaginaba en el Comité, esperándolo. Pero no fue así.
Tan abruptamente como él la dejó, Ella se fue.
Creyó tener pálpitos de que ella aflojaría y se haría presente sin que él la convocase, con alguna excusa insignificante, para reintentar una relación. Sin embargo, en el fondo de su ser, reconocía que Ella sólo regresaría si las cosas se planteaban como antes o, peor aún, previo compromiso de su parte.

El vivía los actos con particular dedicación. Se sentía el único responsable. Se agrandaba. Era en esas oportunidades en las que escapaba de su recuerdo con mayor facilidad. Se olvidaba de todo lo que allí no estuviese o no debiera estar.
Saludaba miles de amigos o de conocidos, militantes y oportunistas, que solían acercarse ante la inminencia del éxito electoral de su Partido.
La estabilidad familiar colaboró para borronear el recuerdo de Ella, que solía reaparecer sólo en ciertas ocasiones.
En uno de aquellos actos, un hombre mayor sufrió un desmayo. Para el público era un asunto distante; para él una responsabilidad. Ése era su trabajo; y allí estaba.
Pero no era el único preocupado. Del otro lado del viejo, una bellísima morocha intentó ayudarlo: “Me permitís que te dé una mano”, interrogó.
-¡Cómo no! -exclamó-; te permito eso y muchas cosas más.
-¡Ay, que loco!, dijo Ella en forma provocativa.
El entrelazó sus manos con las de la morocha, por debajo del cuerpo del hombre mayor, y juntos lo llevaron hasta el centro operativo en “sillita de oro”, donde pasaron un buen tiempo charlando y departiendo hasta que los médicos se ocuparon del sujeto.


EL PRESIDENTE DEL INSTITUTO

Tenía una gran responsabilidad entre manos. Como su tío bisabuelo, quien fuera condecorado como Héroe de la Patria por haber sido el Comandante de la Batalla del Médano.
Pensaba lo orgulloso que se hubiese sentido su padre, de haberlo visto asumir. Pasaron pocos años desde que murió. Siempre había sentido el honor que sobre su apellido pesaba por el protagonismo de su ancestro en aquellas intensas horas.
Desde chicos que se conocían con el Funcionario y sabía que, ante una oportunidad como la que ahora se presentaba iba a confiarle considerables responsabilidades.
No obstante, es imposible dejar de sentir emoción en el momento en que se produce el nombramiento.
Cuando se le confió formar parte en la consecución de la Gran Tarea, no pudo menos que decirle: “Gracias gordo, sabés que no te voy a fallar”.
Siempre lo llamaba así, “Gordo”. Era raro que no lo haga. Solo usaba su nombre o el Funcionario, a secas, ante terceros o cuando se trataba de temas que creía que escribirían textualmente las páginas de la historia.
Era una persona muy mística el Presidente del Instituto. Su vida era un fluido incesante de emociones fuertes conducidas con una tremenda lucidez.

Ese mediodía -y como era su costumbre- salió desaforadamente de su oficina y se topó con uno de sus colaboradores, a quien daba instrucciones mientras se frotaba rápidamente con sus manos la cabeza, al tiempo que cerraba sus ojos con fuerza.
En un instante de silencio oficial, el Colaborador lo interrumpió:
-Me parece que te quieren relegar....
-¿Quién, el Gordo?, respondió mientras su rostro expresaba una extrañeza que acusaba de loco a su interlocutor.
La cara del muchacho también reflejó un mensaje implícito: “veamos pues”.
La claridad con la que estaba recibiendo el mensaje era patente, por lo que actuó un aparente enojo por hacer algo que no pudiera ser malinterpretado por eventuales mirones.
No era cualquiera el que lo asesoraba. Era un joven que lo venía acompañando dos años atrás en la actividad militante y, ahora, en el Instituto (en rigor, fue incorporado pocos días después de que la nueva administración se hizo cargo).
Por la tarde lo hizo llamar a su despacho y pidió que se extienda sobre lo referido en la mañana. El análisis fue muy clarificador: la remoción de un par de empleados de la línea administrativa del Instituto con los que había trabado una estrecha relación, el crecimiento –a expensas de su persona y favorecido por el Funcionario- de un directivo y la arbitraria distribución de oficinas y privilegios, fueron los hechos que explicaron las hipótesis esgrimidas.
A él nunca le habían preocupado esas menudencias. Por el contrario, se jactaba de su austeridad y de su desprendimiento en todo lo referido al quehacer público.
Pero estaba empezando a preocuparse. Casi no oía el resto de los razonamientos y versiones que la “Radio Pasillo” emitía sin cesar, pero esta vez en boca de su colaborador. Miraba fijamente el río desde el ventanal con el antebrazo apoyado en la ventana, y resoplaba nerviosamente de a ratos.
Estaba claro que no lo quería creer. Días después, otros hechos se sumaron a las argumentaciones del Colaborador. Uno de estos fue la numerosa sucesión de viajes impuestos para la representación del Funcionario y de la Patria en el exterior y que lo alejaban de la diaria actividad del Instituto.

A su regreso de uno de aquellos viajes llamó a todos sus Colaboradores más directos. Estuvieron todos presentes -en total, eran ocho- y convocó también al trío que integraba la oficina de Relaciones Públicas y que le respondía con lealtad. Era lo que él consideraba "su equipo de trabajo".
En general, las autoridades públicas tienen dominio real sobre un puñado de personas. El resto -con los que se puede llegar a tener una excelente relación- pertenece a los que se denomina "la Línea": una masa enorme de empleados que tienen códigos comunes y que son sustancialmente diferentes de los circunstanciales personeros del poder.
Dentro del grupúsculo del Presidente, el trío de relacionistas era gente muy bien conectada en el ámbito social, político y económico, y que conocían al Presidente del Instituto más allá de su faz política; lo conocían social o, mejor aún, personalmente.
En esa asamblea informal los ocho coincidieron en que el Funcionario se estaba celando de su principal colaborador: el Presidente del Instituto.
Tras una serie de argumentaciones de poca consistencia, el Presidente terminó diciendo: "ya van a ver quién tiene la razón".

Su actividad era muy intensa. Un empresario detrás de otro, y un lobbyista detrás de otro era el derrotero diario.
Pero le gustaba. En particular, porque a muchos de ellos los conocía de otras partes -clubes, colegios, parientes, etc.- y gozaba de que lo vieran investido de las "pilchas" de la República; de esa responsabilidad pública. Se sentía un representante legítimo de esa clase social en el mundo político. De esa casta de familias que abandonó la búsqueda y el ejercicio del poder cuando asumió el Viejo Tirano. Sólo su padre y algunos pocos siguieron vinculados con la práctica política. Los demás se volcaron a sus negocios personales o a administrar la fortuna familiar.
Sus palabras, en las reuniones, eran grandilocuentes y metafóricas. La Gran Tarea solía sufrir metamorfosis varias para prestarse a sus analogías. Se imaginaba las proezas más gloriosas que podía deparar el destino a una persona o -lo que es más- a un equipo político donde el Funcionario tendría un buen posicionamiento como compensación por su buen trabajo y por su probada lealtad.
Su trabajo aumentaba. Cada vez más personas iban a verlo y cada vez más expedientes esperaban su firma.
Sufrió situaciones de stress permanente durante algunas semanas. Algunos quisieron especular con eso. Pero él se agrandaba en el entrevero.
Tanto con los empresarios como para con los empleados, él aprovechaba las situaciones de confrontación. Las convertía en oportunidades. Creía
fervientemente en que sus interlocutores de hoy serían quienes más lo valorarían en el mañana. Yeso era lo que había que cuidar, la cosecha, el futuro, los vínculos, su equipo de Colaboradores.
Se sentía un león, pero no perdía la sensibilidad. No era raro que, después de un entredicho fuerte, estrechase con un gran abrazo a su contraparte.

De a poco -y peleando cada centímetro de su poder-, logró conquistar la Gran Tarea.
Sus Colaboradores lo abrazaron cuando el último cabo quedó atado y firmado.
Luego, festejaron con unas cervezas en la Costanera.
Tantas negociaciones, peleas, celos e ingratitudes, parecían recobrar su sentido, pensaba, mientras regresaba a su casa esa noche.
Como si tuviese un papel y un lápiz, enumeraba mentalmente el listado de los invitados al Acto de Anunciación de la Gran Tarea.
Recordó a legisladores, a intendentes, a líderes políticos, a empresarios, a sus -ahora- amigos lobbyistas, a sus familiares. Hizo un homenaje interior para sus Colaboradores y, en particular, para su principal Colaborador.

Por fin, el Funcionario lo mandó a llamar para charlar acerca del Acto, y le dijo:
- Tenemos que quedar bien con el Ministro. ¿A vos te importaría si él preside la ceremonia?
- No, para nada. ..Al contrario, creo que sería muy bueno, respondió tímidamente, sin comprender demasiado.
- Bueno, me alegra que te lo tomes asi. Yo sabía que podía confiar en vos.
Desde ya, como sabés bien, yo hubiera hecho lo mismo por vos.

- Entonces, en el estrado vamos a quedar el Ministro, el senador Callejas y yo.
Sólo hay lugar para tres, ¿entendés?
Ese fue, tal vez, una de sus mayores decepciones. Sus lauros y sus glorias se las llevarían otros.
¿No tenía él suficiente entidad como para estar en el estrado con ellos?
No se animó a plantear estos interrogantes en forma inmediata, por la estrecha relación con el Funcionario, pero se prometió hacerlo en el momento indicado.


EL COLABORADOR


A lo largo de las tres estaciones que vio pasar desde el tren que lo llevaba del barrio a la terminal, cerca de su lugar de trabajo, recordó, uno a uno, todos los episodios que lo llevaron a trabajar con el Presidente del Instituto y, por otra parte, a imaginar un futuro promisorio.
Se bajó del convoy y aprovechó para caminar hasta su oficina. El día se prestaba. Era una maravilla primaveral. Desde hacía un mes que caminaba
ese trayecto. Las coronas de novia estaban todas floridas y conformaban mechones blancos en la barranca verde de la gramilla. Los jacarandáes también estaban en flor y pintaban de azul la copa de los árboles y la blancura de los senderos.
Más que caminar, paseaba. El trabajo había aflojado. La Gran Tarea estaba encaminada. Sólo quedaban pendientes algunos detalles de terminación, que eran su responsabilidad. Pero para la clase política el trabajo estaba encaminado. Sólo un imprevisto cambiaría las cosas.
Tanto el Presidente del Instituto como el propio Funcionario lo habían felicitado calurosamente por el trabajo efectuado. Hacía poco tiempo, lo habían invitado a festejar el final de la primera etapa de la Gran Tarea a un lujoso restaurante de la Costanera con el Funcionario, el Presidente del Instituto y otros
ejecutivos de altísimo nivel.
Sin lugar a dudas, estaba pasando por un excelente momento. Como la Gran Tarea, ya estaba encaminado. Sería raro que quedase desocupado si llegase a tener que dejar el Instituto. Se había mostrado útil y le habían manifestado su admiración los amigos y los que no lo eran tanto, como el Funcionario -persona que le despertaba la mayor de las desconfianzas- y la gente de su círculo áulico.
La relación entre su jefe y el Funcionario, por un lado, como la inestabilidad laboral propia de la actividad política, por el otro, eran factores que conspiraban contra el proyecto más importante de esa etapa de su vida: el casamiento.
Todos sus amigos estaban casados o en proceso, salvo algunas excepciones.
Pero la volatilidad de su puesto atentaba contra sus aspiraciones de estándar de vida.
Tampoco quería quedarse en la soltería, que es el estado común, legal o real, de numerosos políticos. Su vocación era la familia.
Llegó a su despacho del Edificio del Centenario y pasó, como todas las mañanas, por la puerta de la informal oficina de Relaciones Públicas -que él insistía en llamar Relaciones Institucionales, porque le parecía un término más preciso para las actividades que allí se desarrollaban, oyó una voz que le sonó familiar y se asomó.
Allí estaba el Columnista. Un excelente periodista del Prestigioso Matutino que, a su vez, solía aparecer en radio o en televisión debido a su prestigio y al caudal de buena información.
Por un momento no supo bien qué hacer, y se quedó parado. Mirándolos. Uno de los empleados de esa oficina lo vio y lo invitó a pasar.
Hablaban de las desinteligencias entre el Secretario y el Ministro, y del papel que en ese entuerto tenían el propio Funcionario y el Instituto.
Prestó la mayor atención que pudo, aunque lo atormentaba la posibilidad de que el Presi lo estuviese buscando. No había nada importante previsto, pero a los líderes, en general, les encanta estar rodeados de un séquito para cualquier cosa. Necesitan de éso; o, más bien, especulan con eso.

La reunión se desarrollaba demasiado afablemente en la oficina 312, a pesar de las austeras sillas de fórmica que hospedaban a los invitados y a los anfitriones de ese habitáculo, que sus circunstanciales moradores denominaban "la Cárcel del Pueblo".
Esa nomenclatura respondía a la carencia de calefacción y de aire acondicionado -que en invierno y en verano se hacían notar con violencia-, ni tampoco más aberturas que una puerta; la única fuente de luz eran un par de tubos de neón que iluminaban desde lo alto de ese cubículo de cuatro por cinco, que presentaba una recepción dividida por una medianera de aglomerado y que contenía cuatro escritorios.
De pronto, el Colaborador se levantó y buscó la puerta con la rapidez de quien no quiere interrumpir. Uno de los anfitriones lo acompañó hasta afuera y, una vez allí, le confió una preocupación fundada en el respeto que merecía la fuente que acababan de oír.
-Me parece que el Funcionario se lo quiere fagocitar, le espetó sin necesidad de mencionar expresamente al Presidente del Instituto, respaldo político de ambos.
-Ya se lo dije, pero él no me cree o no me quiere creer. Han trabajado muchos años juntos y prefiere no desconfiar .
-Tal vez es lo que dice; yo no puedo creer cómo es que no se da cuenta. Le hizo todas las que pudo y le negó lo poco que le podía dar. Quizás haya algo que nosotros no sabemos.
La conversación siguió ese curso durante unos segundos más y terminó con un jocoso: "Si sabés de algún laburo, avísame".
Era un comentario chistoso, pero sabían que era una de sus mayores preocupaciones. Los dos sentían que sus empleos estaban en juego. También que no les sería dificil conseguir otra cosa igual, o mejor; o, por lo menos, algo. Pero preferían saltear ese momento.

A la tarde se reunieron los Ocho, por pedido de su jefe, y los dos compinches hicieron oír sus voces, que eran compartidas por casi todos los demás.
"El Presi" volteó la cabeza en forma negativa y repetidas veces ante la catarata de argumentos -unos mejores, otros peores- del grupo de colaboradores y, al retirarse de la reunión, los relacionistas y el Colaborador reiteraron sus ideas y su común preocupación laboral. Cundía la ira y la inseguridad ante tales circunstancias.
Al día siguiente, "el Presi" le confesó que tuvo un interesante ofrecimiento político de otra área del Ministerio a la que prefirió postergar una respuesta "para poder charlarlo antes con ustedes", dijo, pero no le creyeron.
No entendían por qué demoraba esa respuesta; o creía o no creía en el Funcionario. No parecía tan dificil pero, por lo visto, lo era.
El día del Acto fue la fecha clave. Parece que el Funcionario convocó "al Jefe" a charlar a su despacho y lo había bajado del estrado, sin que su interlocutor haya podido reaccionar.
Por supuesto, descargó sus iras con sus colaboradores, quienes le respondían insistiendo con sus historias de traiciones y de engaños por parte del Funcionario.

Un día, como pecibiendo algo, dos miembros del grupo de relacionistas abandonaron el barco con rumbo a la actividad privada. Eso tranquilizó al Colaborador, ya que serían menos para recolocar en caso de que el Presidente del Instituto fuese destronado.
Esa misma tarde, estando en el Ministerio por una diligencia administrativa, se enteró que su jefe era el nuevo Administrador Regional. Aparentemente, tal había sido el cargo que le habían ofrecido días antes. Había recalado en las huestes del Ministro. Nada mejor para alguien con ambición de prestigio.
Paralelamente, el Funcionario había sido relevado y, como contrapartida, le habían dado otro destino en la estructura de Ciudad Grande.
Desde el Ministerio -más precisamente, desde una oficina que solía visitar para recabar buena información-, habló por teléfono con su jefe, quien le confirmó el dato. Había aceptado. Él y otros dos colaboradores irían con él al nuevo destino público, mientras que otros tres debían quedarse en la estructura administrativa del Instituto. En unos pocos minutos, estaba todo arreglado.
Luego, llamó a su novia y, tras comunicarle las buenas nuevas, estudiaron la posibilidad de concretar el matrimonio: "acá, por lo menos, tendremos dos años ininterrumpidos de estabilidad con un ingreso nada despreciable; después veremos", comentaron alegremente.
En el camino de regreso al Instituto, en el cual la Secretaría era un paso obligado, vio desde la vereda de enfrente salir al Funcionario, cabizbajo y pensativo.
Gritó una y otra vez para saludarlo, aunque más no sea desde enfrente, y no fue oído. Reflexionó acerca de los motivos del repentino entusiasmo por el Funcionario y se dijo: " ¿Será que estoy tan contento que soy capaz de todo o sólo es el ánimo de venganza de quien quiere refregar en la cara de su oponente lo que considera un laurel bien conseguido?"
Un rapto de caridad cristiana lo volvió a su lugar. "Para qué, si la suerte ya está echada".


EL PERSONERO

La cabeza estaba apoyada en su brazo izquierdo y su mano derecha,esporádicamente, gesticulaba con lentitud y suntuosidad.
Tomaba suavemente su servilleta y prácticamente rozaba los labios antes de besar la copa.
Su mirada se posaba muy de vez en cuando sobre sus interlocutores, al tiempo que hacía un continuo paneo de los asistentes a ese exclusivo restaurante del Barrio Chico de Ciudad Grande.
En realidad, lo que lo hacía exclusivo era el precio, ya que desde unas cuantas décadas atrás el País era gobernado por una clase política y social de
formación muy heterogénea.
El Club de Ciudad Grande no era un lugar geográfico de referencia para las reuniones de la dirigencia local -ni mucho menos para los almuerzos: herramienta clave para la actividad política y social-. Tenía un enorme prestigio, pero no era el lugar ineludible de otrora.
En este lugar era muy común la telefonía celular propia, despreciando la básica, que se ofrecía visiblemente en todas las mesas. Algunos lo explicaban con ligereza: " ...y qué querés, si no la pagan ellos", lo cual era en alguna medida cierto ya que los individuos que suelen recorrer estos sitios son en general personeros de gente que se da a conocer muy poco. Otros, en cambio, afirmaban que la utilización de los celulares en esas circunstancias se debía más bien a prácticas utilizadas para tener un mantener el status propio –en rigor, delegado-, como si fuera un carnet de socio del Club de Personeros.
"Ah, si, es lo que le digo siempre al Gordo", dijo el Ejecutivo General del Instituto, quien solía llamar "Gordo" al Funcionario -"cómo querés que le diga si
lo llamo así desde hace años", explicaba suelto de cuerpo-. Pero era distinto del caso del Presidente del Instituto, quien tenía con el Funcionario una relación definitivamente personal.
Su contraparte continuó argumentando largamente acerca de la necesidad de tomar la Medida Clave para definir los destinos de la Gran Tarea: "Esto nos conviene a todos; al Funcionario, al Presidente de/Instituto, a Nosotros y, por supuesto, a vos también".
En rigor, la charla era una mera excusa. Era una justificación personal. Todos sabían claramente a qué iban. Las dos partes estaban interesadas en que la Medida fuese tomada. Unos, por conveniencia de la empresa -y de ellos mismos que debían mostrar eficacia en la gestión para justificar esa gozosa labor de Relacionista- y el Ejecutivo, por intereses personales. .. "y, porqué no, por razones políticas".
Al levantarse de la mesa, todo había sido armado. Allí estaba Fidel - conocidísimo lobbyista del Grupo-, a quien conocía bien por cuestiones del Instituto y lo quería saludar (el Ejecutivo era el único superviviente del staff del Funcionario Antecesor, oportunidad en la que había conocido bien al sector).
Dio un rodeo, de modo de pasar al lado de su mesa, y Fidel se incorporó para darle un abrazo, tras llamarlo cariñosamente por su apodo.
Lo que otro -o en otros tiempos- hubiese esquivado para evitar que lo acusen de connivencia, el Ejecutivo lo había provocado adrede para demostrar quién era él. "Yo me codeo con lo mejor del sector", le solía decir a su mujer cuando hacían un chequeo de su posicionamiento político, económico y social. En política todo está relacionado y, de vez en cuando, hay que hacer un esfuerzo para distinguir los árboles del bosque, ejercicio que hacía solo o acompañado de su cónyuge.

Una noticia lo sacudió al llegar a su oficina. Había habido un escándalo con motivo de ciertos empleados del Instituto que no prestaban servicios efectivos.
Una conocida estrella era miembro del staff de planta permanente del Instituto, pero no concurría a trabajar. El dato fue rescatado por el Gran Diario y sus repercusiones debilitaron la imagen del joven Funcionario, quien aparentaba ser un sujeto de la renovación de la clase política.
"Asegurate de que los chicos vengan mañana", dijo en dirección de su secretaria en referencia de dos viejos amigos suyos. Lo de "chicos" estaba un poco perimido. No obstante, no era eso lo que ahora estaba en juego. Se exponía -y exponía al Instituto- a nuevo escándalo, si se descubría que él apadrinaba a dos representantes de ese confuso escalafón.
Recitó en silencio las razones por las cuales "Ios chicos" estaban ocupando esas posiciones: "el Funcionario sabe que me los pidieron Ellos -en referencia al equipo del Secretario, donde él tenía un amigo que había sido el elemento que aceitó la relación con su Jefe-. Si me dice algo, yo se lo digo", se convenció.
Todo el kilaje de su humanidad se desplomó sobre su sillón que tanto adoraba y su mirada se posó fijamente sobre un punto indeterminado.
Sentía el peso de una tremenda responsabilidad y, también, un gran resentimiento injustificado -a nadie podía culpar de sus desgracias-. Pero él no estaba con ánimos de hacer una autocrítica; por el contrario, debía afilar los argumentos de la defensa.
Estaba esperando el desenlace para pelear con uñas y dientes por lo que era suyo, por sus posiciones.
No sería la primera vez que lo hacía, ni tampoco sería la última.

Las gestiones para tomar la Medida no parecían las más eficaces. Había algo que iba más allá de lo que él podía ver. De hecho, aparentemente la relación entre el Funcionario y el Secretario era más intensa que antes. Percibía un cierto deterioro de su posición política; sintéticamente, no se sentía útil, ni cumplía muchas funciones.
Armó reuniones por los más variados temas con el Funcionario, primero, con el Presidente, después, y con los asesores y colaboradores de ambos, finalmente, con el objeto de encontrar una punta que le permitiera manejar alguna cuota de poder.
Paulatinamente se fue dedicando a sus cosas personales ya su negocio familiar, respecto del cual insistía en probar que era de toda la vida. Que no había sido fruto de alguna "buena" gestión administrativa en el sector público.
Daba toda clase de rodeos para sentar un precedente social importante. El negocio -"heredado de mi padre, que era un gran comerciante porteño; socio de Llerena en el almacén de Ramos Generales, entre otras cosas"- era uno de sus caballitos de batalla.
El centro receptor de estas argumentaciones, casi siempre, era el Presidente, que era un hombre status social probado y considerable. El Ejecutivo General buscaba con él un acercamiento más estrecho de la forma que fuera, ante la lejanía virtual del Funcionario.

Su última carta la jugó con ocasión del Acto.
Había logrado acaparar su organización. Eso lo hacía sujeto de permanentes consultas y comunicaciones con el Funcionario y con el Presidente.
Aprovechaba para hacer gala de la fluidez de esas relaciones cuando estaba con sus contactos o almorzando en algún restaurante. Inclusive, en algunas oportunidades -siempre frente a terceros, y no por educación- se daba el gusto de desconectar el celular con un gesto de cansancio.
Las consultas eran en un 90 por ciento referidas al listado de invitados, pero eso no importaba. Lo peligroso hubiese sido que vayan dirigidas a la organización propiamente dicha, donde trabajaba intensamente el equipo de Relaciones Públicas. En esos casos improvisaba una rápida respuesta y, luego, se aseguraba de no quedar mal parado cualquiera que fuese el costo del equívoco.
El día del Acto sintió una doble y desagradable sensación. Sus amigos comenzaron a preguntarle a dónde se sentaban y él había reservado las primeras filas para las autoridades nacionales, provinciales y municipales, de los tres poderes, olvidando que no todos sus amigos caían bajo aquellas categorías.
Fidel fue uno de los que le pidió estar sentados en la primera fila. iCómo iba a quedar mal justo con él!
Inmediatamente, comenzó a improvisar modificaciones, sin ningún temor al descontrol. Sacó a legisladores y puso a cambio a gerentes de empresas amigas o del Grupo en su lugar. Hasta se dio el caso del presidente de la Comisión Legislativa del Sector que, a pesar de tener mayor jerarquía -y años- que muchos de los que estaban sentados en primera fila, tuvo que permanecer parado durante todo el Acto, en el fondo del salón. De más está decir que, hacia el final, sufrió un desmayo y uno de los asesores del senador Callejas tuvo que hacerse cargo de él.

Esa contraposición de intereses anuló el efecto político que pudo haber tenido para élla organización del Acto.
El resto de los días -hasta la caída del Funcionario- transcurrieron sin mayores novedades. Las únicas las tenía, en forma imprecisa, de la oficina del Secretario. Sabía que los apoyos oficiales se estaban erosionando, y empezaba a estudiar las alternativas de salida más allá de la suerte de sus jefes.
Siempre había sido un ser intrínsecamente repulsivo, pero en esos días se notaba claramente su calidad humana. Quien haya tenido que averiguarlo no tenía más que preguntárselo a su secretaria.
Al fin, se produjeron los acontecimientos que Radio Pasillo y el Gran Diario venían anunciando con mayor o menor precisión.
Esos días estaba muy poco en la oficina. Se veía con gente; tramaba operaciones. Pero, íntimamente, esperaba novedades. Sabía que su capacidad de cambiar los acontecimientos era nula.
Una tarde llegó a su oficina y su secretaria le preguntó por el teléfono celular.
"Ah, me olvidé de prenderlo", explicó.
"Esta mañana fueron designadas las nuevas autoridades del Instituto y pidieron reunirse con Usted y con los demás ejecutivos. Pero como usted no estaba se reunieron con el resto", le informó.
En ese momento sonó el interno y la secretaria le gesticuló algo, y respondió: "si, justamente, el acabo de informar a mi Jefe esto que usted me dice (...) si,
cómo no", cortó, y dijo: "lo están esperando en la oficina del Presidente.


EL DIRIGENTE JUVENIL

No sentía ni reflexionaba, pensaba y pensaba.
Las personas, para él, eran fichas -que se movían incesantemente en un tablero de posiciones ameritado de acuerdo con su capacidad de influencia o, directamente, de poder. Algo asi como un mercado de valores cuyas principales acciones bajaban o subían todos los días.
Era una timba, igual que la Bolsa. Una especulación constante acerca de las acciones que se compraban y se vendían.
Pero él, a diferencia de otros sujetos del mundillo político, consideraba que había que comprar y vender acciones todos los días. Que había que pedir plata para comprar caro para luego vender al mismo precio o, en el mejor de lo casos, quedarse con alguna diferencia.
La cuestión era estar todos los días actuando en el escenario. Eso daba prestigio y poder y permitía conseguir más recursos para mover en el mercado. Un día cualquiera se podía dar el gran paso.
No era una cuestión de dinero, obviamente; se trataba de algo supremo, excitante, sensual y deleitable como pocas cosas en la vida de un ser humano. Hablamos del poder.
Al igual que un financista que es capaz de invertir lo propio y lo familiar, por un pálpito, él tampoco se guardaba un margen para lo personal. Aunque siempre se aspira a conseguirlo. Sus amigos y mujeres eran medidos con esa vara, racional y contabilizable. Hasta los familiares con los que trataba eran seleccionados con ese mismo criterio.
No tenía vida privada. Ni familia ni amigos verdaderos, ni felicidad propia.
Todo era de todos. Tenía sentimientos encontrados de rencores, de admiración, de envidia y de orgullo. Pero aquellos podían cambiar de acuerdo con el cotidiano ir y venir en el mapa de posiciones relativas. Había gente que, desde el odio, pasaba a la insignificancia más asombrosa, sin mediar ningún acto personal para que eso sucediera; sólo había que quedar fuera del mapa de poder .

Nadie podía entender que una persona de su edad hablase tan descaradamente de esas cosas en tal forma. Tan arrogante, tan soberbio, tan conocedor. Por eso es que prefería callar estos conceptos y revelarlos a un ámbito muy exclusivo de lacayos circunstanciales.
A pesar de sus veinticinco años era un líder. El Funcionario se lo decía siempre: "vos peleá; no dejes que te amilanen. Cuando uno siente lo que vos
sentís tenés que imponerte y proceder".
Ni falta que hacía decírselo. Al señorito estos comentarios le parecían de escuela primaria. Pero ponía cara de profunda reflexión, mientras estudiaba detalles insospechados de esa circunstancia: como vestía el Funcionario, el modo en que trataba a sus asesores y colaboradores, el manejo de las llamadas telefónicas.
No era su ídolo. Nadie podría enseñarle algo a una mente tan privilegiada. Pero era un paradigma de lo que él anhelaba ser.
Notaba llamativas coincidencias. Ambos eran jóvenes; se llevaban cinco años de diferencia. Estaban rodeados de gente también jóven y jamás se movían solos, siempre iban seguidos de un séquito de personajes funestos de poca monta o incapaces de hacerles sombra.
De a poco se dio cuenta de que tenía también gustos y procedimientos similares en materia de mujeres. Eran tipos muy codiciados porque, más allá de su belleza o fealdad, seducían por su aureola de poder.
En los pasillos, un Empleado del Instituto repetía incesantemente que "no hay individuos más desagradables y, a la vez, necesarios que los líderes. Alguien tiene que vivir posicionándose y decidiendo sobre todo; aún sobre lo que no les importa o afecta. Yo no lo haría. Detesto profundamente tanto al Funcionario como a ese muchachito. Aunque si no lo hicieran Ellos tendríamos que hacerlo Nosotros".
El Nosotros sonaba personal. Su improvisado auditorio, en ronda de mate, había interpretado claramente que el Empleado se sentía con la misma capacidad que los líderes, pero sin vocación para ejecutar esa función.
En ese momento fue que entró el Jóven Dirigente a la oficina. Las actitudes se dividieron como las aguas del Mar Rojo ante el pueblo judío. Unos acudieron a él como si fuera un tarro de dulce de leche; otros -entre los que se contaba el Empleado-, voltearon sus espaldas y marcharon hacia sus escritorios con excusas recitadas en forma casi imperceptible.
El muchacho se interesó por los que se iban; era su ánimo de conquistador que lo tentaba por lo más dificil. Nada le interesaban esos adulones. A él le gustaba conquistar a hombres o a mujeres. Gozaba protagonizando veneraciones y caricias espirituales. Aunque sufría por lo efimero de esos episodios y, lo que era peor, lo engolosinaban. Quería más y más.
Se consolaba diciendo: "Todo va a cambiar cuando sea poderoso". Imaginaba un mundo en el cual su reinado pudiera ser permanente, olvidando las intrínsecas disputas del poder. Confiaba ciegamente en su capacidad y, en consecuencia, no las consideraba.
Mientras tanto, intentaba retener a su séquito con lo que él consideraba accesorio. Les daba empleos y les pintaba un espejismo de poder al que alguna vez accederían y al que él tenía llegada directa. No hablaba de la fugacidad de esos contactos. Al contrario, repetía y desmenuzaba minuto a minuto cada uno de sus encuentros, charlas o cruces con personajes que probablemente no retendrían ni siquiera su nombre. Lo mismo hacía con las disertaciones en las que su exposición pudo haber sido atendida tanto como el murmullo de un ventilador.
Tanto él como dos de sus compañeros habían logrado financiar su actividad político estudiantil con trabajos en el Instituto, merced a una gestión del Funcionario ante el Presidente de la Entidad, a quien consideraba un muñeco.
A pesar de no trabajar en forma efectiva para el Instituto, a su sueldo lo justificaba por sus propias capacidades, y no por sus realizaciones. Era como un pago a cuenta de un futuro brillante.
Hay una dimensión desconocida para la mayoría de los mortales: el mundo de la decisión.
Nadie sabe, a ciencia cierta, por qué se toman unas determinaciones en lugar de otras y, lo que es más llamativo aún, a veces en forma acertada.
Este es el mundo en el cual se movían el jovenzuelo y el Funcionario. No respetaban el código de lealtad tan enaltecido en el universo político.
Aparentaban ser cultores de esa virtud. Sin embargo, era evidente que se sentían más allá de cualquier norma que pudiera regir sobre otros individuos.
Ellos eran superiores, por lo que podían llegar a ser. Cómo no iban a sortear esos inconvenientes. Llegada la hora, todo el mundo se los perdonaría.
Se podría decir que la clase política o dirigente se movía por un andarivel distinto del que transitaban ellos.
Ambos reconocían en su fuero íntimo no saber mucho de nada. Pero, paradójicamente, lo consideraban casi una virtud. Estaban para dirigir los
destinos del resto de la gente, y no para saber cosas puntuales. Para eso ya había mucha gente. De hecho, estaban siempre reunidos por un ejército de personas que los asesoraban sobre cosas específicas. Pero, a la hora de decidir, lo hacían en la soledad más absoluta.
Tal vez por todo eso una mañana, especialmente recibido en el suntuoso despacho que era sede de la Función, recibió la propuesta de acompañar al Funcionario en funciones ejecutivas en el próximo destino que éste ocuparía en Ciudad Grande.
"No sé cómo agradecerte este ofrecimiento y, desde luego, el haberte acordado de mí al momento de tomar esa importante decisión", le dijo, aparentando emoción.
"Sabés que yo creo que vos tenés un futuro mucho más promisorio que la media de tus contemporáneos, y que te tengo una fe bárbara", insistió el Funcionario. "Sé que no me vas a fallar".
"Voy a hacer lo imposible para no defraudarte", respondió. Pero, en el fondo de su alma, estaba convencido de que no sólo haría un buen papel sino que ese era el día de su despegue definitivo hacia el poder.


EL VOCERO

Antes del nombramiento del Ministro hubo otros intentos por revertir la crítica situación del País.
Los hubo políticos y, luego, económicos. Los primeros fueron bosquejos que no llegaron a plasmarse en ejecuciones. Prácticamente se reducían a enunciados teóricos que apuntaban a revertir el sistema vigente, centralista y totalitario, por otro descentralizado y absolutista.
Se hicieron pactos con los delegados del régimen en el interior del país, que recibieron nombres pomposos -emulando a las grandes epopeyas nacionales-, pero que no hicieron otra cosa que no fuera un poco más de lo mismo.
Pero, cuando al Líder se le estaba venciendo el período de gracia y la sociedad le comenzaba a reclamar soluciones definitivas, crecieron las figuras del Ministro, por un lado, y del Secretario, por el otro.
Este último cayó en un estratégico cargo que otorgaba una increíble cercanía al Líder, lo que constituyó en una poderosa base de sustentación luego de deambular por diversas dependencias más o menos relevantes de la Administración.
El Ministro, por su lado, llegó con un programa concreto que fue públicamente conocido como "la Reforma". Según algunas copias que salieron a la luz recientemente, era un plan compuesto de distintas Tareas las que, a su vez, se realizaban mediante una serie de Medidas tendientes todas ellas a desarmar el Estado Nacional Totalitario y Centralista -que todo lo quiere controlar y dominar pero que, en última instancia, es un elefante que debe desplazarse por Liliput detrás de un interés ajeno al del conjunto- a fin de transformarlo en uno nuevo, eficaz para cumplir con las Funciones básicas para la consolidación y progreso de la sociedad.
Esta Reforma se oponía a los planes extremistas, que básicamente consistían, unos, en agrandar más el aparato estatal de modo tal de provocar su destrucción a manos de la sociedad y, otros, en deshacer lisa y llanamente la maquinaria pública, concebida como un estorbo.
Consumió muchos recursos y dedicación la realización de la Reforma. En rigor, sólo una pequeñísima parte de la sociedad ubicada en unas pocas posiciones del Estado, y escasas alianzas estratégicas, fueron las que cargaron con esa responsabilidad.
Durante ese período, hubo quienes quisieron bautizar a la Reforma de otras maneras (Revolución, porque cambiaba radicalmente las bases de la vieja sociedad, o Plan porque, a fin de cuentas, casi no había diferencias entre la vieja y la nueva sociedad).
En este relato decidimos despegarnos de la teoría y aferrarnos al título de ese informe que el Ministro solía llevar debajo de su axila.
El Ministro, entonces, se convirtió en una figura clave y estratégica para la acción del Gobierno, lo que causaba la rabia del Secretario, quien no era más que el hacedor de los planes políticos del Presidente.
El Ministro significó la garantía para aquellos intereses económicos con los que el Estado estaba endeudado; el Secretario, en cambio, era el único
interlocutor válido en materia política; era la llave para ingresar al Líder y administraba el combustible para hacer funcionar el motor del Aparato Partidario.
Al tiempo de poner en marcha las principales Tareas de la Reforma, un sector del Gobierno recomendó el alejamiento del "arrogante, vehemente y ambicioso Ministro. La Reforma ya está en marcha, ¿para qué queremos al Ministro? El va a utilizar las distintas Tareas y Medidas para acrecentar su propio poder y lo que tenemos que hacer es pagar el crédito político que le pedimos al Aparato cuando decidimos avanzar con la Reforma".
Poco a Poco, esas argumentaciones dividieron al Gobierno en dos sectores aparentemente irreconciliables -como suelen ser las facciones que se disputan el poder político-, donde los ejecutores de las presentes y de las futuras Tareas eran la moneda de cambio y de transacción que se jugaban en cada Medida.
Las operaciones de descrédito de Funcionarios a través de la prensa constituyeron un mecanismo habitual. Aunque, cabe aclarar, que ambos sectores se manifestaban públicamente partidarios de la Reforma, ya que la opinión pública no hubiese soportado un enfrentamiento declarado a través de los medios entre ambos alfiles.
Sin embargo, el sector que apostaba a la ida del Ministro no quería tanto la ejecución de la Reforma como el control exclusivo de las "cajas" que aquéllos manejaban.
Ellos, a su vez, acusaban al Ministro de tener sus mismas intenciones, aunque en forma velada. Era posible que así fuera pero, en rigor, de esa manera, lo único que lograban era difundir la idea de que para ellos no había interés alguno fuera del lucro económico individual o grupal.
Argumentaban que no había otro modo posible de mantenerse en el poder que el de tener más medios que el oponente. Quizás eso era, en parte, una
realidad, pero no lo era todo. Además, se había hecho del "aporte para el Aparato" una práctica habitual en todo lo que era movimiento de dinero (ya se trate de contratos de obras o servicios, de sueldos o de promover, impedir o congelar Medidas o, hasta incluso, Tareas).

"Fue en ese contexto en que se designó al Funcionario", reveló el Jefe de Prensa del Instituto al conocido Columnista del Prestigioso Matutino.
Ambos se encontraban regularmente, en horas de la siesta, en la informal oficina de Relaciones Públicas del Instituto, que era una suerte de cubículo insalubre carente de luz natural y de las comodidades mínimas para el normal desempeño laboral.
La informalidad radicaba en varios aspectos aunque, básicamente, en el hecho de no contar con un estatus administrativo adecuado para las acciones que desarrollaba.
Sin embargo, siempre había allí un clima muy agradable que atraía a la gente del Instituto y a terceros, como el Columnista. El analista político estaba allí porque tenía información del probable -casi seguro, para ser más exactos- alejamiento del Funcionario y de la plana mayor del Instituto y quería que su amigo, el Jefe de Prensa, se lo confirmase.
El Columnista tenía plena confianza en él y en la calidad de su información. Conocía a su padre desde la infancia y, a pesar de la diferencia de edad, se había hecho muy amigo suyo. Siempre compartían algún chimento o alguna información interesante.

No tenían una relación puramente laboral ni sólo familiar. Cuando el muchacho se graduó, él asisitió a la ceremonia de entrega de diplomas y le regaló un
clásico de la literatura universal.
"En realidad -continuó el joven-, el Gordo accedió al poder de la mano del Ministro y se fue yendo de a poco para el lado del Secretario. Mucho tuvo que ver allí la relación familiar entre el Líder, que también era oiundo de Orígenes, y la familia del Funcionario. Parece que, cuando quedó vacante la Función, había una terna de tres personas para ocuparla: uno, del propio riñón del Ministro; otro, del Secretario y, finalmente, el Gordo, que era más o menos allegado al Ministro y al Líder (aunque no lo veía desde hacía muchísimos años y, en realidad, no se podría decir que lo conociese demasiado ).
El Funcionario, según el relato, estuvo desde el principio muy orgulloso de pertenecer al equipo reformista aunque, en el fondo de su corazón, lo seducía más la concepción política del Secretario. Ese fue un prejuicio que siempre lo mantuvo lejos del Ministro.
"No se comprobó aún si él derivó, o no, fondos asignados a la Gran Tarea para el financiamiento del Aparato Partidario, pero hay indicios de que algo raro pasó con esos dineros", agregó el Vocero.
"El Funcionario fue víctima de una interna gubernamental; todo el mundo sabe que, hoy por hoy, es un muerto político; o bien, un personero del Secretario; y, hay más, el propio Secretario no lo recibe. Lo derivó a su lugarteniente para que lo atienda", concluyó.
El Columnista no llegaba a adivinar si un cambio de personas en la Función pudiera ser provechoso o dañino para la Reforma.
"Depende de su sucesor; si es impuesto por el Ministro o por el Secretario o si se repite una candidatura consensuada", contestó el Vocero sin titubear, al tiempo que se esforzaba por recordar los nombres de los candidatos en danza.
Terminaron un tercer café y dieron fin al tema.
Mientras caminaban el largo, alto y ancho pasillo, el periodista le inquirió: "y ¿qué vas a hacer si se van el Funcionario y el Presidente?"
"Tengo algunas ofertas en el sector público y en el privado, pero no sé cuándo irme. Tampoco puedo demostrar tanto mi decisión de renunciar, porque me puedo quedar sin el pan y sin la torta. Mi compañero de oficina, el que se dedicaba a la promoción y a la publicidad, ya partió a mejor destino. Acá hay una incertidumbre atroz. Todos niegan las versiones y aseguran estar más firmes que el propio Líder.
"El Secretario le administra el poder, maneja fondos y monitorea todos los sectores del Gobierno en forma directa o mediante personeros. El Ministro, por otra parte, es un hombre capaz de hacer la Reforma en tiempo récord.
"Cuando uno u otro cobran más poder que el gobernable, el Líder favorece al más debilitado y castiga, inexplicablemente -para el público o para los propios
protagonistas- al que está fuerte. Asi, siempre es juez y principal beneficiario", concluyó. .
Bajaron juntos por las escaleras comentando estas y otras cosas. " ¿Para dónde vas?", se consultaron antes de despedirse.
Más tarde; el propio Vocero aventuraba que el Columnista, a esta altura del relato, ya habría madurado el título que encabezaría su comentario semanal y que pudo leer ese domingo: "Otra víctima de la interna".+