Jiménez, el persecuta


Otro día, Jiménez acudió a un instituto a hacerse un diagnóstico por imágenes. La radióloga, que no conocía su reputación, cometió el desacierto de diagnosticar:
- Para su edad, el tamaño está bien.
- Ah, claro... ¡para mí edad...! -dijo y apretó los labios, ladeó la cabeza y la miró desafiante-; ¿y usted que edad piensa que tengo, eh?
Ella percibió cierta alteración en el interrogante e intentó acotar la situación: 
- 55 -arrojó con la seguridad de apoyarse en sus datos de filiación, previamente revisados.
- Bueno -titubeó, inseguro- es que habitualmente me dan de menos.
Para desactivar el momento, la profesional se volvió hacia el aparato de modo de esquivar la vista del extraño paciente.
"Lo que pasa es que yo hago mucho deporte, ¿vio? Llevo una rutina sana y al aire libre, y me alimento bien", explicó Jiménez. Un incómodo silencio se apoderó del consultorio. "¿A usted qué le parece?",  interrogó.
- Bueno, si, se lo ve lozano y saludable -respondió la doctora, intentando finalizar el diálogo y despacharlo lo antes posible-. Lleva muy bien sus años.
- ¿Qué? ¿A usted le parece que estoy grande? -una sulfuración salió despedida de sus fauces en forma de aliento.
- De ninguna manera -se apuró en atajarlo, mientras avanzaba sobre él y extendía su brazo para mostrarle la salida-; yo tengo un primo más o menos de su edad.
- ¡Claaaro! -Jiménez, que se había entornado hacia la puerta, se detuvo en seco y se volvió hacia ella-: ¡... y me lo dice como si fuera un milagro que estuviera vivo!
No fueron el enojo revelado en las cejas bajas lo que la asustó sino cierta turbación reflejada en un leve temblor que le sacudía la cabeza. En sus más de diez años de trabajo nunca le había pasado algo así. Tal vez por eso se quedó muda. Los nuevos protocolos legales para evitar denuncias de mala praxis, los muchos consejos para evitar la incorrección política en el trato y hasta algo en su educación, la dejaron paralizada y sólo pudo mirar al lunático sin poder estructurar ni una sola palabra. Más aún, sus gestos cambiaron sin que ella pudiera manejar sus propias expresiones faciales.
"¡Ahora no me va a tratar así, como si me tuviera lástima! -gritó, desaforado- ¿quién carajo se cree que es para tratarme como si fuera un nonagenario?... -hizo un breve silencio como para tomar aire y continuó-: ¿eh?"
A la doctora se le cayeron los guantes de latex de la mano, tal era su parálisis, y medio que trastabilló para atrás. Jiménez, que suele atacar cuando tiene miedo, adelantó su torso aún más su rostro en dirección hacia la doctora y la apuró, siempre en tono alto y desafiante, mientras torcía extrañamente la boca: "¿no se me va desmayar, no?".
Logró lo que había intentado torpemente evitar: la doctora se desplomó y, al caer, golpeó su cabeza con el pie de la máquina de rayos y quedó tendida en el suelo. Boquiabierto, se agachó, tomó a la yacente de ambos brazos y la sacudió con mucha fuerza. "¡Doctora..., doctora!", dijo  firmemente, pero en voz muy baja. Sin desprenderse de ella, miró entorno suyo y luego la depositó suavemente en el suelo. Abrió la puerta con cuidado, se asomó levemente y se lanzó al pasillo. Dio unos pocos pasos y, cuando estaba por alcanzar la cochera, se le apareció la recepcionista.
- ¿Ya terminó? -le preguntó, inocentemente, con una sonrisa.
- Bueno, no sé; la doctora me pidió que me desvista y al hacerlo quedó omnubilada -y volviendo a subir el tono y la compostura, agregó-. También, ustedes ponen a unos flojitos a realizar tareas de riesgo como ésa...
Levantó la pera y, sin reacción alguna, se marchó.+)