La Bestia

Sé de quién se trata, porque pasaba todas las mañanas por la puerta de entrada del edificio en donde vivía, cuando iba camino al colegio.
A la mañana, muy temprano, cuando el mundo amanecía y marchaba a sus quehaceres, él también salía. De traje oscuro y camisa blanca. Impecable.
Vivía arriba de la peluquería de Angelo. En el mismo edificio que un amigo mío.
"Un bicho raro", dijo el que atendía la pollería de enfrente, pero para mi sorpresa se refería al hombre: "un bicho no es una bestia, pibe".
El que atendía Bristol, la bombonería que está sobre Esmeralda, frente a lo que fuera la Quinta del Retiro y ahora es el Edificio anexo de la Cancillería, se percató del fenómeno. "El tipo dejaba que la bestia atacara a los transeúntes. Me espantaba la clientela, y no se hacía cargo. Ponía cara de bobo, pero nunca dejaba que las cosas se fueran de cauce. Cuando la situación estaba por desbarrancar, el señor se ponía firme y la bestia lo acataba. Además, dejaba la vereda minada con sus excrementos". Recuerdo ese olor fétido que me acompañó días enteros en la suela del zapato durante mi estadía en el Colegio.
Pero el día del accidente fue diferente. Nuestro atildado protagonista salió muy temprano la mañana del 17 de agosto, que era feriado inamovible por entonces, y avanzó por Esmeralda hacia la Plaza San Martín. La mañana estaba espléndida. Tal vez por eso desvió su recorrido y, luego de recorrerla, cruzó Santa fe, donde el barrio residencial cedía al comercial.
Los feriados y domingos, las calles comerciales se vuelven oscuras y opacas, esconden sus vidrieras entre las rejas, bajan sus cortinas metálicas y apagan sus escaparates; por otra parte, los únicos transeúntes, cuando los hay, son los hijos de la calle.
En esa desabrida soledad, sin testigos de ningún tipo, es que habría sucedido el suceso fatal. El parte médico se limitó a explicar que la bestia lo habría mordido en el pecho, a la altura del corazón y le había dejado una profunda y extraña cavidad.
El farmacéutico del Socorro, que acudió más de una vez a su casa a llevarle alguna medicación durante su convalecencia, asegura que el hombre no había cambiado nada luego de semejante estrago. El canillita y el lechero, que no solían cruzar el umbral de la puerta, lo pudieron ver con las excusas de las cuentas por pagar o algún motivo inventado. Ambos aseguraron lo mismo: que seguía tan caballero y cortés como siempre, pero que se mantenía gélido como una estatua.
Todos ellos son testimonios que me merecen la confianza propia de la vecindad de muchos lustros, y pudieron verificar que el hombre sobrevivió al ataque sin el órgano vital por excelencia.
"Quedó comprobado -afirmó Castro, el de la Despensa de la calle Arroyo, al enterarse- que ese hombre nunca tuvo corazón".+